NIMBY Y LOS SALTADIMENSIONES Cory Doctorow Título original: Nimby and the Dimension Hoppers Traducción de Sebastián Castro Copyright 2003, Cory Doctorow Some Rights Reserved, Creative Commons by-nc-sa http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/2.5/ # No me malinterpreten..., me gustan los lugares vírgenes, no estropeados. Me gusta mi cielo claro y azul y mi ciudad libre del zumbido de los coches y el resonar de los martillos neumáticos. No soy un tecnócrata. Pero maldita sea, ¿quién no desea un arma de costado personal, completamente automática, con guía láser, autorrecargable y capaz de perforar una armadura? Buena frase, ¿eh? La memoricé finalmente una noche, de uno de los saltadores, mientras él estaba de pie en mi dormitorio, apuntando con su cañón de mano a otro saltador y enumerando sus muchos encantos: «Esto es un arma con guía láser bla bla bla. Baja los brazos y entrelaza los dedos detrás tu cabeza bla bla bla.» Había oído el mismo diálogo casi cada día aquel mes, cada vez que los saltadimensiones se catapultaban a mi casa, se disparaban, hacían pedazos mi ventana, se zambullían a la calle y se perseguían el uno al otro por mi pobre y pequeño shtetl, ocasionando el caos, lisiando transeúntes, y luego marchándose a otra pobre dimensión para hacer lo mismo allí. Tontos del culo. Todo lo que podía hacer era mantener mi casa bien alimentada sobre la arena y reemplazar las ventanas. Mucha más invasión de saltadores, e iba a tener que extrudir sus patas y babayagar hasta la playa. ¿Por qué demonios era siempre mi casa, de todos modos? No iba a volverme a la cama, eso era seguro. El viento de otoño que soplaba a través de la destrozada ventana era fragante con el aroma de arce y hojas en descomposición y vivificante heno, pero también era lo bastante frío como para hacer que mi aliento flotara visiblemente ante mi boca y pusiera carne de gallina por todo mi cuerpo. Además, el estruendo que estaban organizando fuera en la plaza era ensordecedor, todo él truenos supersónicos y gritos de las casas heridas. Los cuidadores iban a tener un jodido trabajo por la mañana. Así que busqué una bata y unas zapatillas y bajé a la cocina, tomé un poco de café de uno de los pezones y leche de otro, aguardé a que el ruido retrocediera hasta el campo de bicicletas y salí y llamé a la puerta de Sally. La ventana de su dormitorio se abrió y ella asomó la cabeza y miró hacia abajo. ─¿Barry? ─llamó. ─Sí ─respondí alzando la vista, con nubecillas de aliento condensado oscureciendo su adormilado rostro─. Déjame entrar..., me estoy muriendo congelado. La ventana se cerró, y un momento más tarde la puerta se abría de par en par. Sally se había echado una pesada manta a modo de chal sobre sus amplios hombros, y debajo llevaba una bata suelta que le llegaba hasta los largos dedos desnudos de sus pies. Sally y yo habíamos tenido algo, hacia tiempo. Fue lo bastante serio como para que uniéramos nuestras casas y juntáramos nuestras camas. Ella enroscaba los dedos de los pies cuando le hacía cosquillas. Todavía seguíamos siendo amigos ─demonios, nuestras casas siguen estando puerta junto a puerta─, pero hace un par de años que no he enroscado los dedos de sus pies. ─Jesús, no pueden ser las tres de la madrugada, ¿verdad? ─dijo cuando me deslicé por su lado al calor de su casa. ─Pueden serlo y lo son. Los luchadores transdimensionales contra el crimen no tienen en cuenta los horarios humanos. ─Me derrumbé en su sofá y recogí los pies bajo mi cuerpo─. Ya tengo más que suficiente de toda esta mierda ─dije, masajeándome las sienes. Sally se dejó caer a mi lado y echó su manta sobre mis rodillas, luego me dio un apretón en el hombro. ─Se está cobrando su cuota sobre todos nosotros. Los Jefferson van a mudarse. Les han escrito a sus primos de Niagara Falls, y dicen que apenas hay saltadores ahí abajo. ¿Pero cuánto tiempo va a durar eso, me pregunto? ─Oh, no lo sé. Los saltadores pueden marcharse mañana. No creo que vayan a quedarse aquí para siempre. ─Por supuesto yo sí lo sé. No puedes volver a meter el genio en la botella. Tienen montones de salta-d, no van simplemente a dejar de usarlos. No dije nada, simplemente me quedé mirando al mosaico abstracto que cubría la pared de su salón: bien encajadas piezas de chatarra de aluminio, plásticos demasiado abstrusos para alimentar incluso la más tosca de las casas, raras cuentas de cristal procedentes de la playa y vinilo formando racimos. ─Eso es diferente ─dijo─. Nosotros abandonamos la tecnocracia porque hallamos algo que funcionaba mejor. Nadie decidió que era demasiado peligrosa y que debía ser dejada de lado por nuestro propio bien. Simplemente se volvió... obsoleta. Pero nada convertirá lo salta-d en algo obsoleto para esos tipos. ─Fuera en la plaza los bums continuaban, puntuados por los sonidos peristálticos de las casas apresurándose en alejarse. La casa de Sally sufrió un estremecimiento de simpatía, y el mosaico onduló. Aparté mi taza de la manta mientras el café chapoteaba por encima del borde y caía al suelo, donde la casa lo bebió ávidamente. ─¡Cafeína no! ─dijo Sally mientras enjuagaba el café con la punta de la manta─. La casa se pone demasiado nerviosa. Abrí la boca para decir algo acerca de las locas teorías que tenía Sally sobre los cuidados de su casa, y entonces la puerta saltó sobre sus goznes. Un saltador, con su extravagante armadura tecnócrata, entró en el salón, se dio la vuelta, lanzó tes ráfagas en la dirección general de la puerta (una la cruzó, las otras dos arrancaron cuajarones de carne de la casa y dejaron marcas de quemaduras en la pared a su alrededor). Sally y yo levitamos fuera de nuestro asiento y nos agachamos detrás del sofá mientras otro saltador entraba por la puerta y devolvía el fuego, fallando a su oponente pero haciendo pedazos el mosaico. El corazón me martilleó en el pecho, y todos mis demás clichés se acumularon trillados en mi cabeza. ─¿Estás bien? ─aullé por encima del estruendo. ─Creo que sí ─dijo Sally. Un trozo de dentado plástico estaba clavado en la pared a unos pocos centímetros encima de su cabeza, y la casa estaba quejándose. Un furioso estallido eléctrico prendió en el sofá, y nos alejamos arrastrándonos. El segundo pistolero estaba retirándose bajo una andanada de fuego del primero, que estaba efectuando toda una serie de ejercicios gimnásticos con metralleta por todo el salón, eludiendo los disparos dirigidos contra él. El segundo hombre consiguió escapar, y el primero enfundó su arma y se volvió hacia nosotros. ─Lamento todo este follón, amigos ─dijo a través de su visor. No supe qué decir. Sally hizo bocina con la mano en su oreja y aulló: ─¿Qué? ─Lo siento ─dijo el pistolero. ─¿Qué? ─gritó Sally de nuevo. Luego se volvió hacia mí y dijo─: ¿Puedes entender lo que dice? ─y me guiñó el ojo que él no podía ver. ─No ─dije lentamente─. Ni una palabra. ─¡Lo siento! ─dijo de nuevo el hombre, esta vez más fuerte. ─¡No! ¡podemos! ¡entender! ¡le! ─dijo Sally. El hombre alzó su visor con aire exasperado y dijo: ─Lo siento, ¿de acuerdo? ─No tanto como vas a sentirlo ─dijo Sally, y clavó su pulgar en el ojo del hombre. El hombre aulló y sus guanteletes fueron a su rostro justo en el momento en que Sally le arrebataba el arma. Golpeó su casco con la culata para llamar su atención, luego se echó hacia atrás, manteniendo el cañón apuntado contra su pecho. El pistolero la miró con una repentina comprensión, alzó los brazos, enlazó sus dedos detrás de su cabeza y bla bla bla. ─Tonto del culo ─dijo Sally. # Se llamaba Larry Roman, lo cual explicaba la palabra «ROMAN» grabada en cada pieza de su armadura. Conseguir que se saliera de ella fue más complicado que pelar una langosta, y nos maldijo profusamente durante todo el proceso. Sally mantuvo la pistola apuntada hacia él, impasible, mientras yo le despojaba de su sudoroso caparazón y ataba sus muñecas y sus tobillos. La casa de Sally estaba muy malherida, y no creí que se recuperara. Las paredes se estaban decolorando a un quebradizo y malsano color blancuzco. El salta-d en sí era un artilugio curioso y complejo, una especie de tablilla del largo de un antebrazo hecho al parecer de una única pieza de metal ─¿titanio?─ y cubierto con toda una profusión de confusos controles insertados. Lo deposité cuidadosamente a un lado, no deseoso de encontrarme inadvertidamente trasladado a un universo paralelo. Roman me miró con su ojo bueno ─el otro estaba hinchado y cerrado─, con una mezcla de resentimiento y preocupación. ─No te preocupes ─le dije─. No voy a juguetear con él. ─¿Por qué hacen esto? ─preguntó. Señalé a Sally con la cabeza. ─Es su show ─dije. Sally dio una patada a la informe masa de su medio fundido sofá. ─Has matado mi casa ─dijo─. Vosotros, tontos del culo, no dejáis de venir aquí y disparar por todas partes, sin siquiera pensar ni un momento en la gente que vive en este lugar... ─¿Qué quiere decir con «no dejáis de venir aquí»? Ésta es la primera vez que alguien utiliza el dispositivo trans-d en este lugar. Sally bufó. ─Seguro, en tu dimensión. Vas un poco atrasado con las noticias, muchacho. Llevamos meses soportando saltadores como vosotros. ─Está mintiendo ─dijo el hombre. Sally le miró fríamente. Hubiera podido decirle que aquélla no era forma de ganar una discusión con Sally. Nunca he encontrado ninguna forma de ganar una discusión con ella, pero el simple rechazo no funciona tampoco─. Miren, soy agente de policía. El hombre al que estoy persiguiendo es un peligroso criminal. Si no lo atrapo, todos ustedes están en peligro. ─¿De veras? ─Sally arrastró las palabras─. ¿Un peligro más grande del que nos sometisteis disparándonos? El hombre tragó saliva. Despojado de su armadura, llevando tan solo una ropa interior de alta tecnología, empezaba finalmente a sentirse asustado. ─Sólo cumplo con mi deber. Hago respetar la ley. Van a verse ustedes metidos en un montón de problemas. Quiero hablar con alguien con autoridad. Carraspeé. ─Ése soy yo, este año. Soy el alcalde. ─Está bromeando. ─Es un puesto administrativo ─me disculpé. Había leído algunos textos antiguos, y sabía que ahora el cargo de alcalde no era como había sido antes. De todos modos, soy un buen negociador, y eso es lo que se necesita hoy en día. ─Bien, ¿qué es lo que piensan hacer conmigo? ─Oh, estoy segura de que pensaremos en algo ─dijo Sally. # Al amanecer la casa de Sally estaba muerta. Lanzó un terrible suspiro, y de los pezones empezaron a manar cuajarones negros. El hedor se hizo insoportable, de modo que trasladamos a nuestro tembloroso prisionero a la puerta de al lado, a mi casa. Mi casa no estaba mucho mejor. El frío viento había estado soplando toda la noche a través de la ventana rota de mi dormitorio, dejando una capa de escarcha sobre las delicadas paredes internas. Pero la casa está orientada al sur, y cuando se alzó el sol una luz mantecosa penetró por las restantes ventanas y calentó el interior, y oí la savia de la casa correr por el interior de las paredes. Preparamos café y reanudamos la discusión. ─Se lo advierto, Osborne está ahí fuera, y su moral es la de un chacal. Si no consigo atraparlo, todos vamos a tener problemas. ─Roman seguía intentando convencernos de que le devolviéramos su equipo y le permitiéramos seguir tras su presa. ─¿Qué es lo que hizo exactamente? ─pregunté. Me estaba remordiendo algún sentido de responsabilidad cívica: ¿era realmente peligroso el tipo? ─¿Y eso qué importa? ─exclamó Sally. Estaba jugueteando con el equipo de Roman, reduciendo a polvo mis guijarros ornamentales con los guanteletes energéticamente asistidos─. Todos son unos bastardos. Tecnócratas. ─Escupió la palabra y redujo otro guijarro a polvo. ─Es un monopolista ─dijo Roman, como si eso lo explicara todo. Debimos expresar confusión, porque continuó─: Es el Estratega Principal de una compañía que fabrica filtros de aplicabilidad para la red. Han estado plantando malware on-line que destruye todos los productos competidores definidos de forma estándar. Si no es llevado ante la justicia, se apoderará de toda la maldita ecología de los medios. ¡Tiene que ser detenido! ─Sus ojos llamearon. Sally y yo intercambiamos una mirada, luego Sally estalló en una carcajada. ─¿Que hizo qué? ─¡Ha emprendido prácticas comerciales ilegales! ─Bien, entonces creo que podremos sobrevivir ─dijo Sally. Sopesó de nuevo la pistola─. Así que dices que vosotros fuisteis quienes inventasteis el salta-d, ¿eh? El hombre pareció desconcertado. ─El dispositivo trans-d ─dije, recordando cómo lo había llamado. ─Sí ─dijo─. Fue desarrollado por un investigador en la Universidad de Waterloo y robado por Osborne para poder huir de la justicia. Suerte que teníamos este otro a mano para poder perseguirle. Ajá. Todo el shtetl estaba construido sobre los huesos de la Universidad de Waterloo..., mi casa debía de hallarse justo allá donde en su tiempo estaban los laboratorios de física; aún lo estaban, en las dimensiones tecnocráticas. Eso explicaba mi popularidad en el conjunto transdimensional. ─¿Cómo funciona? ─preguntó casualmente Sally. No me dejé engañar, y tampoco Roman. La versión de Sally de lo casual siempre hace vibrar mis neuronas. ─No puedo revelar eso ─dijo Roman, adoptando una expresión de hosca terquedad. ─Oh, vamos ─dijo Sally, acariciando el salta-d─. ¿Qué daño puede hacer? Osborne miró silenciosamente al suelo. ─Entonces habrá que utilizar el método de tanteo ─dijo Sally, y apoyó un dedo sobre uno de los muchos controles insertados. Roman dejó escapar un gruñido. ─No haga eso, por favor ─dijo─. Ya tengo bastantes problemas tal como están las cosas. Sally fingió no haberle oído. ─¿Cuán difícil puede ser, después de todo? Barry, ambos hemos estudiado tecnocracia..., adivinémoslo juntos. ¿No te parece que éste es el botón de puesta en marcha? ─No, no ─dije, captando la idea─. No puedes simplemente empezar a pulsar botones al azar..., terminarás sin proponértelo en otra dimensión. ─Roman pareció aliviado─. Primero tenemos que desmontarlo para ver cómo funciona. Creo que tengo algunas herramientas que nos pueden servir. ─Roman dejó escapar un gruñido. ─Y si eso no funciona ─prosiguió Sally─, estoy segura de que esos guantes pueden ayudarnos a abrirlo muy aprisa. Después de todo, si lo rompemos, siempre está el otro tipo... ¿Osborne? Él tiene uno también. ─Se lo mostraré ─dijo rápidamente Roman─. Se lo mostraré. # Roman escapó mientras terminábamos de desayunar. Fue culpa mía. Imaginé que una vez nos hubo mostrado cómo funcionaba el salta-d, estaría amedrentado. Sally y yo tuvimos una minidisputa acerca de desatarle, pero eso me dejó con una sensación nostálgica de nuestro pasado romántico, y quizá por eso no mantuve la guardia. También me sentí menos antisocial una vez mi invitado estuvo desatado y tomando cucharadas de muesli en mi vieja mesa de la cocina. Era más astuto de lo que había imaginado. Mandíbula cuadrada, ojos azules (bueno, uno; el otro negro, gracias a Sally), y agotado, me llevó a una falsa sensación de seguridad. Cuando me volví para estrujar otra taza de café de la pared de la cocina, volcó la mesa de una patada y salió a toda prisa. Sally le lanzó una descarga, que golpeó mi ya abrumada casa e hizo que el depósito de mi taza del váter rezumara y todas las cosas de mi cuarto de baño se cayeran de los estantes. En un momento, Roman había desaparecido calle abajo. ─¡Sally! ─grité, exasperado─. ¡Podías haberlo matado! Su rostro tenía el color de la ceniza cuando miró su pistola. ─¡No tenía intención de hacerlo! Fue un reflejo. Ambos nos metimos en nuestros zapatos y fuimos tras él. Cuando lo vimos estaba fuera en los campos de bicicletas, desenraizando una bicicleta de montaña ya madura y alejándose pedaleando hacia Guelph. Un grupo de mirones se congregó a nuestro alrededor, la mayoría procedentes de la ciudad, vestidos con ropa de lana y mitones contra el helado aire. Sally y yo estábamos todavía en pijama, y vi a los murmuradores de la ciudad tomando notas mentales. A la hora de la cena, la red local ardería con la noticia de nuestra reconciliación. ─¿Quién era ése? ─me preguntó Lemuel. Había sido el alcalde antes que yo, y todavía le gustaba tomarse un interés de propietario en las idas y venidas de la ciudad. ─Un salta-d ─dijo Sally─. Un tecnócrata. Mató mi casa. Lemuel hizo chasquear la lengua y frunció su redondo y rubicundo rostro. ─Eso es malo. La casa de los Becker también. Barry, será mejor que envíes a alguien a Toronto para negociar algunas nuevas semillas. ─Gracias, Lemuel ─dije, tensándome para mantener la irritación fuera de mi voz─. Lo haré. Alzó las manos. ─No estoy intentando decirte cómo hacer tu trabajo ─señaló─. Sólo intento ayudarte. En momentos como éstos, todos necesitamos estar juntos. ─Yo lo único que deseo es atrapar a ese hijoputa ─dijo Sally. ─Oh, espero que pronto esté de vuelta en su dimensión natal ─dijo Lemuel. ─Oh, no ─dije─. Nosotros... ufff. ─El pisotón de Sally fue muy elocuente. ─Sí, yo también lo espero ─dijo Sally─. ¿Qué hay del otro..., alguien ha visto hacia dónde fue? ─Oh, se dirigió hacia el este ─señaló Hezekiah. Era el hijo de Lemuel, y podrías haberlos sacado el uno de dentro del otro como si fueran muñecas rusas: rubicundo, barrigudo, de rostro redondo y ansioso. Hezekiah tenía un toque espléndido con los árboles de cigarrillos, y su huerto era una parada local obligada para los turistas─. Quizás ha ido a Toronto. ─Muy bien entonces ─dijo Sally─. Enviaré la noticia. No irá muy lejos. Lo adelantaremos y lo cogeremos. ─¿Qué hay de tu casa? ─preguntó Lemuel. ─¿Qué pasa con ella? ─Bueno, vas a tener que sacar pronto tus cosas..., los cuidadores desearán hacerse cargo de ella para convertirla en abono. ─Diles que pueden colocar mis cosas en casa de Barry ─dijo Sally. Imaginé los rumores volando desbocados. # Sally manejó furiosamente la red local mientras los cuidadores entraban y salían de mi casa con sus cosas. No dejaban de lanzarme miradas de hey tío, pero yo sabía que cualquier congratulación era prematura. Sally no se estaba mudando en un gesto romántico..., lo hacía por pura practicalidad, su motivación primaria en casi cualquier circunstancia. Garabateaba moviendo enérgicamente el estilo, la espalda rígida, aguardando impaciente a que sus distantes corresponsales manejaran sus propios estilos, hasta que todas las paredes de mi casa estuvieron cubiertas con pigmentos temporales. Nadie había visto a Osborne. ─Quizá volvió a su dimensión ─dije. ─No, está aquí. Vi su salta-d antes de que saliera corriendo la otra noche..., era una ruina. ─Quizá lo arregló ─apunté. ─Y quizá no. Esto tiene que parar, Barry. Si no quieres ayudar, simplemente dilo. Pero deja de intentar disuadirme. ─Dejó el estilo con un gesto brusco─. ¿Estás dentro o fuera? ─Estoy dentro ─dije─. Por supuesto, estoy dentro. ─Entonces vístete. Yo ya estaba vestido. Se lo dije. ─Ponte la armadura de Roman. Necesitamos estar en igualdad de condiciones que Osborne si queremos atraparlo, y la armadura no es de mi talla. ─¿Qué hay con Roman? ─Volverá ─dijo─. Tenemos su salta-d. # ¿Cómo la llamé? ¿«Extravagante armadura tecnócrata»? Quizá por fuera. Pero una vez estuve dentro, vaya, me vi hecho un dios. Caminé con botas de siete leguas, botas que me permitían saltar tan alto como las copas de los árboles. Mi visión se extendía por debajo hasta los infrarrojos y por arriba hasta los ultravioletas y más arriba aún hasta el espectro electromagnético, de modo que podía ver las señales de la red local de las casas atravesando el sistema de raíces al que están unidas todas las casas, los dedos de luz polarizada que se alargan a medida que el sol se hunde hacia el oeste. Mi oído era tan agudo como el de un conejo, con el suspiro del viento y el crujir de las criaturas del bosque y el susurro de la savia claramente delineados y perfectamente triangulados. Partimos tras Roman, y rápidamente desarrollé una estrategia de búsqueda: saltaba tan alto como podía, luego daba una vuelta rápida sobre mi mismo mientras caía de regreso al suelo, examinándolo todo a mi alrededor en la gama de los infrarrojos en busca de algo con forma humana. Una vez de vuelta sobre suelo firme, recogía a Sally y daba un gran salto hacia adelante ─sin aguardar a que sus lentas piernas no asistidas alcanzaran mis gigantescos saltos─, la depositaba de nuevo, y repetía el proceso. Seguimos así durante una hora o dos, cayendo en una especie de agradable ensoñación, arrullados por la alfombra de las hojas de otoño vistas desde gran altura. Había visto placas a color en antiguos libros tecnócratas, la tierra mostrada desde tales alturas, incluso desde el espacio, y de todas las cosas a las que hemos renunciado con la tecnocracia creo que el vuelo es lo que deseaba más fervientemente. Estaba empezando a hacer mucho frío cuando alcanzamos Hamilton. ¡Hamilton! ¡En dos horas! Estaba acostumbrado a pensar en Hamilton como un lugar a un día de duro pedalear en bicicleta desde casa, pero allí estaba, y yo ni siquiera había perdido el aliento. Tomé a Sally en mis brazos y salté hacia los límites de la ciudad, hechizado por la luz del atardecer sobre las montañas, y algo rápido y duro me golpeó de costado. Aumenté instintivamente mi presa sobre Sally, pero ella no estaba allí..., afortunadamente, puesto que con la fuerza energéticamente asistida de la armadura, apretar fuertemente a Sally hubiera podido romperle la columna vertebral. Golpeé el suelo con las suspensiones de la armadura gimiendo. Me enderecé, y oí a Sally chillar. Alcé la vista y allí estaba, agitándose en brazos de Osborne mientras él se alejaba saltando con ella. # Se encaminaron hacia el oeste, de vuelta al shtetl, y los perseguí lo mejor que pude, pero Osborne manejaba la armadura como si hubiera nacido en ella. ¿Cómo debía de ser su dimensión, donde la gente saltaba por los aires sobre piernas incansables e infinitamente fuertes, con la visión realzada y reflejos que convertían en sencillas las banales realidades de geografía, tiempo y espacio? Les perdí junto a Flamborough. El pánico me arañó las entrañas mientras los buscaba por todo el espectro electromagnético, mientras tendía el oído para escuchar los ultrajados gritos de Sally. Un momento de reflexión me dijo que estaba dejándome dominar innecesariamente por el pánico: sólo había un lugar donde pudieran estar yendo: al shtetl, a mi casa, al salta-d. Excepto que yo tenía el salta-d conmigo, limpiamente sujeto a la guarda de la cadera izquierda de la armadura, en un pequeño espacio de carga. La guarda de la cadera derecha estaba llena de artículos telescópicos de supervivencia en miniatura de la más variada descripción y una colección de píldoras que Roman había identificado como suplementos nutritivos. Osborne no podría salir de mi dimensión por un tiempo al menos. Me dirigí a casa tan rápido como pude en la ahora casi total oscuridad. Una ensangrentada luna de cosecha asomó a mis espaldas mientras daba mis saltos, y luego me perdí dos veces en las extrañas sobras que arrojaba desde mi no familiar punto de observación aéreo. Sin embargo, me tomó menos de una hora viajando solo, sin tener que preocuparme en buscar. Los biosistemas de mi casa arrojaban una confusión de sombras infrarrojas, haciéndome imposible decir si Sally y Osborne estaban dentro, así que gateé por la hiedra aislante del lado norte y luego trepé por las paredes, mirando dentro por las ventanas. Los encontré en la habitación Florida en la parte de atrás de la casa. Osborne se había quitado el casco ─tenía un sorprendente rostro bonachón de adolescente que me pilló por un momento con la guardia baja─ y estaba comiendo una porción de pastel de calabaza tomada de mi refrigerador, con su arma apuntada hacia Sally, que le miraba con ojos furiosos desde su asiento en la desvencijada silla de enea que me había regalado por mi cumpleaños hacía media década. La lámpara bioluminiscente del porche resplandecía brillante dentro de la habitación Florida, y sabía que estaría arrojando su resplandor en el interior de las ventanas. Envalentonado, me acuclillé y recorrí la longitud del alféizar, y aguardé unos momentos antes de decidir mi próximo movimiento. El casco de Osborne estaba apoyado encima del frigorífico, mirándome ciegamente. La pistola estaba en su mano izquierda, el pastel en su derecha, y su dedo estaba en el gatillo. No pude pensar en ninguna forma de desarmarle antes de que disparara sobre Sally. Tendría que parlamentar. De todos modos, éste es mi punto fuerte. Por eso me hicieron alcalde: podía negociar con esos arrogantes pisaverdes de Toronto por las semillas de nuestras casas; con los estúpidos de Hamilton por cítricos de baja temperatura; con los circos itinerantes que pedían bicicleta tras bicicleta a cambio de diversión por una noche. En los días de Lemuel el shtetl apenas tenía una bici digna de ese nombre por marzo, con toda la cosecha cambalacheada para atender a nuestras necesidades. Tras mi primer año como alcalde, habíamos tenido que hacer crecer un cobertizo extra con ganchos en todas las vigas de donde colgar nuestras bicicletas de reserva. Parlamentaría con Osborne acerca de Sally, le arrancaría una promesa de dejar tranquila nuestra dimensión para siempre a cambio de su maldito artilugio tecnócrata. Estaba ya alzando una mano enfundada en su guantelete para dar uno golpecitos en la ventana cuando algo me sujetó fuertemente desde atrás. Tuve la presencia de ánimo suficiente como para reprimir mi gruñido de sorpresa cuando los giroscopios de mi armadura zumbaron para mantenerme erguido bajo el peso del desconocido en mi espalda. Eché las manos hacia atrás y agarré a mi asaltante por el hombro, haciéndolo voltear por encima de mi cabeza hasta el suelo. Él también sofocó su gruñido, y cuando lo miré a la falsa luz del display de mi visor vi que se trataba de Roman. ─No puede darle el dispositivo trans-d ─siseó. Se masajeó el hombro. Sentí una punzada de culpabilidad..., aquello debía de haberle dolido realmente. No me había peleado con nadie en diez años. ¿Quién lo había hecho? ─¿Por qué no? ─pregunté. ─Tengo que llevarlo a la justicia. Es el único que tiene la llave a sus agentes del malware. Si consigue escapar ahora, nunca lo atraparemos..., el mundo entero estará a su merced. ─Tiene a Sally ─dije─. Si debo entregarle el salta-d para que ella vuelva conmigo, eso es lo que voy a hacer. ─Pensando: ¿Qué demonios me importa vuestro mundo, amigo? Hizo una mueca y enrojeció. Había robado una chaqueta de lana y unos pantalones viejos en alguna parte, pero todavía seguía sin llevar debajo más que su ropa interior de alta tecnología, y sus labios tenían un color azul cianótico. Yo me sentía bien y a gusto en el calor de mi armadura. De mi habitación Florida llegaron voces ahogadas. Arriesgué una mirada. Sally estaba arengando furiosamente a Osborne, aunque a través del panel de la ventana sólo era discernible el tono de su voz. Osborne estaba sonriendo. Yo hubiera podido decirle que aquélla no era una buena estrategia. Él parecía estar riéndose de ella, y contemplé con horrorizada fascinación cómo Sally se ponía bruscamente en pie, ignorando la pistola, y le lanzaba la silla a la cabeza. Él alzó los brazos para defenderse, y su pistola dejó de apuntar a Sally. Sin pensar en nada, sólo acción, salté a través de la ventana, una acción tecnócrata de héroe que terminó conmigo rodando contra sus tobillos y agarrando su mano que sostenía la pistola, al tiempo que mi intensificado oído me traía los gritos de Sally, los gruñidos de sorpresa de Osborne, el aullante paso de Roman a través de las astillas de cristal de la ventana. Intenté agarrar la desprotegida cabeza de Osborne, pero era rápido, rápido como un mundo en el que el tiempo está dividido en fracciones de segundo, rápido como una persona educada en este mundo, y yo ─que nunca medía el tiempo en unidades más pequeñas que una mañana─ no era oponente para él. Disparó alocadamente la pistola, haciendo gritar a la casa. Antes de que me diera cuenta de ello, Osborne me tenía inmovilizado sobre mi estómago, con las manos atrapadas a la espalda. Niveló de nuevo la pistola en dirección a Sally. ─Qué lástima ─suspiró, y tomó puntería. Me debatí ferozmente, intentando liberar los brazos, y el salta-d cayó en mi guantelete. Sin pensar, apreté tantos controles como pude encontrar, y el universo se paró de cabeza a mi alrededor. # Hubo un rezumante momento de pánico cuando el mundo se volvió turbio y luego restalló enfocándose de nuevo, un proceso que tomó menos tiempo del necesario para describirlo, tan rápido que sólo lo asimilé post-facto, días más tarde. Osborne estaba aún encima de mí, y tuve la presencia de ánimo de hacerle rodar hacia un lado y ponerme en pie, liberar mi pistola de su funda y apuntar con ella a su no protegido rostro. Se puso lentamente en pie, las manos enlazadas detrás de su cabeza, y me miró con una débil sonrisa burlona. ─¿Cuál es vuestro problema? ─dijo una voz detrás de mí. Mantuve la pistola apuntada hacia Osborne y giré un poco hacia la izquierda para poder ver a quién había hablado. Era yo. Yo, con una bata casera de punto de lana, los ojos pegados por el sueño, delgado hasta casi la flacura, temblando de rabia. Osborne aprovechó mi confusión y saltó hacia la de nuevo entera ventana de la habitación Florida. Lancé dos ráfagas a su espalda y en su lugar golpeé la casa, que gritó. Oí las cosas agitarse y entrechocar en todos los estantes. ─¡Oh, por el amor de Dios! ─me oí decir a mí mismo a mis espaldas, y entonces trastabillé con el peso de mí mismo lanzado desde atrás contra mí. Unas manos agarraron mi casco. Enfundé suavemente mi pistola, me quité los guanteletes y agarré aquellas manos. ─Barry ─dije. ─¿Cómo sabe mi nombre? ─Suéltame, Barry, ¿quieres? Lo hizo, y me volví para enfrentarme a él. Con movimientos lentos y deliberados, solté el casco y me lo quité. ─Hey, Barry ─dije. ─Oh, por el amor de Dios ─repitió, más exasperado que confuso─. Tendría que haberlo sabido. ─Lo siento ─dije, avergonzado ahora─. Estaba intentando salvarle la vida a Sally. ─Dios, ¿por qué? ─¿Cuál es tu problema con Sally? ─¡Nos vendió! ¡A Toronto! Todo el shtetl no ha conseguido dos bicis que frotar juntas. ─¿Toronto? ¿Cuántas casas podemos llegar a necesitar? Ladró una risotada completamente desprovista de humor. ─¿Casas? Toronto ya no hace c¡asas. Espera aquí ─dijo, y se dirigió con paso fuerte a las profundidades de la casa. Emergió un momento más tarde sujetando un enorme y pesado rifle. Tenía aspecto tecnocrático, marcas de herramientas y líneas rectas, y supe que había sido fabricado, no hecho crecer. El cañón tenía el diámetro de mi puño cerrado─. Defensa civil ─dijo─. Idea de Sally. Se supone que todos tenemos que estar dispuestos a repeler a los incursores a la primera noticia de ellos. ¿No lo hueles? Inspiré profundamente por la nariz. Había emanaciones de amoníaco y azufre en el aire, un agudo contraste al vívido aire otoñal al que estaba acostumbrado. ─¿Qué es eso? ─Fábricas. Municiones, armas, armaduras. Es lo que hace todo el mundo ahora. Todos andamos escasos de raciones. ─Hizo un gesto hacia la de nuevo rota ventana─. Tu amigo se va a llevar toda una sorpresa. Como respondiendo a sus palabras, oí una ráfaga de distantes truenos. El otro Barry sonrió hoscamente. ─Un salta-d menos ─dijo─. Si yo fuera tú, me quitaría todo esto antes de que alguien te dispare a ti. Empezaba a desembarazarme de la armadura de Roman cuando ambos oímos el sonido de un fuego siendo devuelto, el restallar casi civilizado de la pistola tecnócrata después de la flatulencia de las armas caseras de Sally. ─Tiene recursos ─dije. Pero el otro Barry, inmóvil, se había puesto pálido, y se me ocurrió que casi con toda seguridad Osborne estaba disparando contra alguien al que este Barry consideraba un amigo. La sensibilidad nunca ha sido una de mis virtudes. Me despojé del resto de la armadura y me quedé allí de pie temblando en el helado aire de noviembre. ─Vamos ─dije, blandiendo la pistola de Roman. ─Necesitarás una chaqueta ─dijo el otro Barry─. Espera. ─Desapareció en la casa y volvió con mi segunda mejor chaqueta, la que tenía la gran mancha desde hacía años sobre el pecho derecho, restos de un mal atracón de moras tomadas de la propia planta. ─Gracias ─dije, sintiendo un extraño temblor de peligro cuando nuestras manos se tocaron. # El otro Barry llevaba una lámpara bioluminiscente a la altura del hombro y abría camino, mientras yo le seguía, observando que su modo de andar era zancajoso y furtivo, luego descubrí que el mío también lo era, y me sentí cada vez más intensamente consciente de todo el asunto. Casi tropecé conmigo mismo una docena de veces intentando corregirlo antes de encontrar la escena del enfrentamiento de Osborne. Era un pequeño claro donde yo había ido a menudo de picnic los días de verano. La linterna iluminó los ancianos troncos de los árboles quemados por los disparos, pozos con carbones brillando en el fondo como malévolos ojos. Brumosas volutas de humo de madera danzaron a la luz. En el borde del claro descubrimos a Hezekiah tendido de espaldas, con su brazo izquierdo convertido en una ruina de carne fundida y dentadas astillas de hueso. Su respiración era somera y rápida, y sus ojos estaban muy abiertos y miraban fijamente. Se los frotó con su mano buena cuando nos vio. ─Veo doble. La maldita arma me estalló en las manos. Me voló el brazo. La maldita arma. Maldita sea. Ninguno de nosotros sabíamos nada sobre primeros auxilios, pero dejé al otro Barry al lado de Hezekiah mientras iba en busca de ayuda, corriendo por entre los oscuros pero familiares bosques. En alguna parte ahí fuera, Osborne estaba buscando el salta-d, su forma de volver a casa. Yo lo tenía en el bolsillo de mi manchada segunda mejor chaqueta. Si lo hallaba y lo usaba, yo me quedaría varado allí, donde las armas te estallaban en las manos y Barry deseaba que Sally estuviera muerta. Las calles del shtetl, normalmente una amistosa sonrisa de pequeñas y limpias casas, se habían convertido en algo dentudo lleno de huecos por el éxodo de los vecinos ante la invasión de los salta-d. Sin embargo la clínica de Merry todavía estaba allí, y me acerqué cautelosamente a ella, con el cuello hormigueándome a causa de los ojos que imaginaba que me observaban. Apenas había llegado allí cuando fui embestido de lado por Osborne, que me aplastó rudamente contra sus brazos y saltó de vuelta a los bosques. Cruzamos a saltos el cielo nocturno, con el salta-d aplastado contra mi costado por su fuerte abrazo metálico, y cuando se posó y me soltó, me arrastré hacia atrás sobre mi culo, intentando poner un poco de distancia entre él y yo. ─Dámelo ─dijo, apuntándome con su arma. Su voz era fría y no admitía ningún argumento. Pero soy un negociador nato. Pensé rápido. ─En estos momentos tengo mis dedos en él ─dije, sujetándolo a través de mi bolsillo─. Sólo un apretón a sus botones, y te encontrarás varado aquí para siempre. ¿Por qué no dejas a un lado la pistola y hablamos un poco de esto? Se rió con la misma risa que me había ofrecido en la habitación Florida. ─Pero te irás con una bala en ti, muerto o muriéndote. Quítate la chaqueta. ─Yo estaré muerto, pero tú te quedarás varado aquí. Si te lo doy, yo estaré muerto pero tú no te quedarás varado. Deja la pistola. ─No hay discusión. La chaqueta. ─Disparó casualmente al suelo delante de mí, regándome con una lluvia de pellas de blanda tierra. Raíces rotas de la red local de las casas se retorcieron mientras intentaban remediar el daño. Me impresioné tanto que casi empecé a apretar botones, pero mantuve los dedos inmóviles por un puro acto de voluntad. ─La pistola ─dije, con una voz tan llana como me fue posible. De todos modos me sonó chillona─. Mira ─dije─. Mira. Si seguimos discutiendo aquí vendrá alguien, y todas las posibilidades son de que esté armado. No todas las armas de este mundo te estallan en las manos cuando las disparas ─espero─, y entonces lo lamentarás. Y yo también, puesto que lo más probable es que acabes disparándome al mismo tiempo. Lleguemos a una solución con la que ambos podamos vivir, si me disculpas la expresión. Enfundó lentamente la pistola. ─¿Por qué no la arrojas? No demasiado lejos, sólo un par de metros. Eres rápido. Negó con la cabeza, ─Descarado bastardo ─dijo, pero arrojó el arma unos pocos metros a un lado. ─Ahora ─dije, intentando disimular mi suspiro de alivio─, hablemos un poco de esto. Alzó lentamente su visor y me miró como si yo fuera un pedazo de excremento. ─De la forma en que lo veo ─dije─, no necesitamos arrojarnos el uno a la garganta el otro. Tú quieres una dimensión en la que puedas moverte libremente para evitar la captura. Nosotros necesitamos una forma de evitar que la gente siga apareciendo y desencadenando el infierno en nuestras casas. Si hacemos esto bien, podemos construir una relación a largo plazo que nos beneficie a ambos. ─¿Qué es lo que quieres? ─preguntó. ─Nada que tú no puedas permitirte ─dije, y empecé a parlamentar─. Antes que nada, necesito volver allá de donde me arrancaste. Necesito conseguir un médico para Hezekiah. Sacudió incrédulo la cabeza. ─Qué forma de perder el tiempo. ─Primero Hezekiah, luego lo demás. Quejarte no hará más que retrasarnos. Vamos. ─Salté sin ceremonias a sus brazos. Golpeé por dos veces su casco─. Arriba, arriba y adelante ─dije. Me aplasté contra su pecho y saltamos en dirección a la luna. # ─De acuerdo ─dije cuando la luna se hundió en el horizonte. Llevábamos horas en ello, pero estábamos haciendo algunos buenos progresos─. Tendrás paso libre y seguro, un lugar donde esconderte, un cambio de ropa, en nuestro shtetl cada vez que lo desees. A cambio, ambos regresaremos ahora hasta allí, luego te daré el salta-d. Te llevarás a Roman de vuelta contigo: no me importa lo que hagas con él una vez estéis en vuestra dimensión, pero no le causarás ningún daño en la mía. ─Muy bien ─dijo hoscamente Osborne. Aquél fue un importante paso adelante: había tomado dos horas conseguir convencerle de que no le disparara a Roman apenas lo viera. Imaginé que en su propia dimensión, vestido con su armadura, armado con su pistola, Roman tendría alguna posibilidad en una lucha. ─Sólo una cosa más ─dije. Osborne maldijo y escupió en la blanda tierra del claro donde Hezekiah se había volado el brazo─. Una simple bagatela. La próxima vez que visites el shtetl, nos traerás un dispositivo trans-d de repuesto. ─¿Por qué? ─preguntó. ─No te importa ─dije─. Considéralo un acto de buena fe. Si quieres volver a nuestro shtetl y conseguir nuestra cooperación, necesitarás traernos un dispositivo trans-d; de otro modo, el trato queda anulado. El acuerdo no fue inmediato, pero negociamos y negociamos. La negociación es siempre, al menos parcialmente, una guerra de desgaste, y yo soy un hombre paciente. # ─Defensa civil, ¿eh? ─le dije a Sally. Estaba examinando una pared de su nueva casa, donde ella y alguien en Toronto estaban trazando conjuntamente planes para un desatino de aspecto familiar. ─Sí ─dijo, en un tono que significaba: Piérdete, estoy ocupada. ─Buena idea ─dije. Eso la cortó en seco. No consigo sorprenderla a menudo, y saboreé el momento de gratificación. ─¿Lo crees así? ─Oh, por supuesto ─dije─. Déjame mostrártelo. ─Adelanté una mano, y cuando ella la tomó, accioné el salta-d en mi bolsillo, y el universo se paró de cabeza a nuestro alrededor. No importa lo a menudo que visite las dimensiones tecnocráticas, siempre me sorprende la gracia de los transeúntes blindados, sus sorprendentes saltos por encima de los brillantes edificios y las carreteras elevadas. Por mucho que lo intento, no puedo imaginar cómo consiguen no estrellarse los unos contra los otros. En esta versión de la tecnocracia la tienda de armas se llamaba «Eddy's». La última que visité se llamaba «Ed's». Pequeñas variaciones, pero la rutina básica era la misma. Entramos con paso firme en la tienda, e hice un gesto amistoso a Ed/Eddy. ─Hola ─dije. ─Hola ─respondió─. ¿Puedo mostrarles algo, amigos? La presa de Sally sobre mi mano era fuerte y dolorosa. Pensé que todavía estaba bajo los efectos de la travesía, pero cuando seguí su mirada y miré fuera a través del escaparate me di cuenta de que había algo que no cuadraba en aquel lugar. Calle abajo, entre los brillantes edificios cuadrangulares, se alzaba una casa que hubiera encajado perfectamente en el shtetl, con sus raíces de la red local hundiéndose en el cemento. Frente a ella había dos personas vestidas con bien cuidada ropa de lana y hermosamente desgastadas botas de agua. Dos personas de aspecto familiar. Sally y yo. Y allá en la calle había otra pareja ─Sally y yo─ que se encaminaba a la tienda de armas de Ed/Eddy. Conseguí sonreír y decir: ─¿Qué le parece esa arma de mano completamente automática, con guía láser, autorrecargable y capaz de perforar una armadura? Ed/Eddy me la pasó, y tan pronto como la culata estuvo segura en mi mano rodeé a Sally con el brazo y pulsé el salta-d. El universo se paró de cabeza de nuevo a nuestro alrededor, y estuvimos de vuelta en casa, en el claro donde, una semana antes y a un grosor de cabello de distancia, una versión de Hezekiah había perdido su brazo. Le tendí el arma a Sally. ─Hay más allá de dónde ha venido ésta ─dije. Sally estaba temblando, y por un momento pensé que iba a gritarme, pero entonces se echó a reír, y yo la imité. ─Hey ─dije─, ¿te apetece que vayamos a almorzar? Suele haber un gran restaurante italiano justo al otro lado del campo de bicicletas.