Yo, robot
de Cory Doctorow
Traducido al español por Fernando Orbis
Prefacio
Esta historia es parte de la colección de cuentos cortos de Cory Doctorow "Overclocked: Stories of the Future Present"(1), publicada en 2007 por Thunder's Mouth, una división de Avalon Books. Está licenciada bajo la licencia Attribution-NonCommercial-ShareAlike 2.5 de Creative Commons, sobre la que encontrarás más información al final de este fichero.(2)
Esta historia y las otras historias en el volumen están disponibles en: http://craphound.com/overclocked
Puedes comprar Overclocked en las mejores librerías, incluyendo Amazon: http://www.amazon.com/exec/obidos/ASIN/1560259817/downandoutint-20
En palabras de Woody Guthrie: "Esta canción está registrada en los EE.UU., bajo el Sello de Copyright número 154085, por un periodo de 28 años, y cualquiera pillado cantándola sin nuestro permiso será considerado un gran amigo nuestro, porque a nosotros nos importa un bledo. Publícala. Escríbela. Cántala. Báilala. Entónala al estilo tirolés. Nosotros la escribimos, eso es todo lo que queríamos hacer."
Overclocked está dedicado a Pat York, que hizo mis historias mejores.
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Introducción a Yo, robot
Yo fui amamantado con los libros de robots de Asimov, bajados de la estantería de mi padre y disfrutados una y otra vez. Leí docenas de novelas de Asimov, y mi carrera de escritor comenzó en serio cuando empecé a vender historias a Asimov's Science Fiction Magazine, la cual había leído desde que tuve dinero para comprarla en los quioscos.
Cuando la revista Wired me pidió que entrevistara al director de la película Yo, robot, volví al pasado y releí el viejo canon. Inmediatamente me impactó una de las debilidades de la construcción de mundos de Asimov: ¿cómo puedes tener una sociedad donde sólo una empresa tiene permiso para hacer sólo un tipo de robot?
Explorar esta temática me resultó muy divertido. Trabajé en algo del mobiliario más reconocible del 1984 de Orwell, y fijé la acción en mi hogar de la niñez, el 55 de Picola Court, en las afueras de Toronto. La hija del personaje principal se llama como mi ahijada, Ada Trouble Norton. Me lo pasé como un enano trabajando en la lengua vernácula del viejo futurismo de Asimov y Heinlein, llamando "dentífrico" a la pasta de dientes y deslizando referencias al "motor de búsqueda"(3).
Mi "Yo, robot" es una alegoría sobre la tecnología de gestión de los derechos digitales, por supuesto. Estas son las cosas que en teoría nos impiden que violemos los derechos de reproducción (sí, claro, ¿qué le parece, Don Ejecutivo de la Industria del Entretenimiento?) y convierten a nuestros ordenadores en algo que nos controla, en lugar de hacernos más capaces.
Esta historia fue escrita en un taller de escritura en Toronto Island, en el centro Gibraltar Point, y fue inconmensurablemente mejorada por mi amiga Pat York, ella misma una escritora de talento que murió posteriormente aquel año en un accidente de coche. No pasa ni un sólo día sin que eche de menos a Pat. Definitivamente, esta historia debe su fortaleza a Pat, y es un homenaje a ella que ganara el premio Locus 2005 y que fuera finalista del Hugo y del British Science Fiction Award el mismo año.
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Yo, robot
(Publicado originalmente en The Infinite Matrix, abril de 2005)
Arturo Icaza de Arana-Goldberg, Detective de Policía de Tercer Grado, Esfera NorteAmericana de Comercio, Tercer Distrito, Cuarta Prefectura, Segunda División (Parkdale) había tenido muchas aventuras en su distinguida carrera, atrapando a sinvergüenzas con una imbatible combinación de instinto y devoción al deber sin restricciones. Había sido condecorado en tres ocasiones distintas por su comandante y por el Gerente Regional de Armonía Social, y su madre mantenía un altar dedicado a sus recortes de prensa y menciones que ocupaba la mayoría de la atiborrada sala de estar de su apartamento en Steeles Avenue.
Aunque ninguna cantidad de técnica o devoción policial le era de utilidad en la tarea de de preparar a su hija de doce años para ir al colegio.
—Mueve el culo, jovencita, fuera de la cama, en pie, cagar-ducharse-afeitarse, o juro por dios que te sacudo hasta ponerte como un tomate y te saco por la puerta completamente desnuda, ¿capichi?
El montículo bajo las mantas gruñó y siseó.
—Eres un padre terrible—dijo—. Y nunca te he querido.
La voz sonaba indistinta, amortigüada por la almohada.
—Buah buah—dijo Arturo, examinando sus uñas—. Lamentarás haber dicho eso cuando haya muerto de cáncer.
El montículo, cuyo nombre era Ada Trouble Icaza de Arana-Goldberg, echó a un lado las sábanas y se incorporó de un salto.
—¿Te estás muriendo de cáncer? ¿Es cáncer de testículos?—Ada aplaudía y daba grititos de alegría—¿Me puedo quedar con tus cosas?
—Diez minutos, Su Podredumbre—dijo él, y entonces se quedó momentáneamente sin aliento al ver, fugazmente, la expresión matutina de su ex mujer, a la que no había visto durante doce años, volver a la vida en el rostro de su hija. Mohína, bonita, adormilada e inocente, y le hizo darse cuenta de que su hija se estaba convirtiendo en una mujer, separándose de él. Lo estaba haciendo y él no estaba preparado para eso. Se sacudió el pensamiento, se dio unas palmaditas en el rostro irritado por el afeitado y giró sobre sus talones. Sabía por experiencia que una vez despertada, la pitufa iría a gorronear en la cocina cualquier cosa que estuviera a mano antes de salir disparada por la puerta, y que, si se daba prisa, podría tener huevos y salchichas encima de la mesa antes de que ella hiciera su breve aparición. De otra manera tendría que quitarle los cereales azucarados de las manos con una palanca... y ella jugaba sucio.
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Una vez en su coche, cogió su teléfono. La tenía pinchada, por supuesto. Él era un poli, cualquier teléfono y cualquier computadora eran un libro abierto para él, así que eso no significaba nada más que marcar un número en su teléfono especial de poli, introducir su número y PIN, y escuchar cómo su hija tenía tratos con una empresa ilegal.
—"¡Bienvenidos al Club de la Excusa! Hay 43 miembros en la red esta mañana. Te quedan cinco excusas. Pulsa uno para canjear una excusa—"
Ella pulsó uno.
—"Pulsa uno si necesitas un adulto—"
Tono.
—"Pulsa uno si necesitas a una mujer; pulsa dos si necesitas un hombre—"
Tono.
—"Pulsa uno si la excusa la debe poner tu doctor; pulsa dos si es tu representante espiritual; pulsa tres si es tu asistente social; pulsa cuatro si es tu psicoterapeuta; pulsa cinco si es tu hijo; pulsa seis si es tu padre—"
Tono.
—"Has elegido que tu padre ponga una excusa. Pulsa uno si esta excusa es para tu asistente social; pulsa dos si es para tu psicoterapeuta; pulsa tres si es para el director del colegio—"
Tono.
—"Por favor, dicta tu excusa al escuchar la señal. Cuando hayas terminado, pulsa almohadilla."
—"Este es el Detective Arturo Icaza de Arana-Goldberg. Mi hija ha estado enferma esta noche y la he dejado dormir otro rato. Llegará a la hora de comer."
Tono.
—"Pulsa uno para escuchar tu mensaje; pulsa dos para enviar tu mensaje a un miembro de la red."
Tono.
—"Gracias."
Los datos de la traza telefónica(4) aparecieron en la pantalla del teléfono de Arturo, número llamado, número llamador, tiempo de llamada. Era la tercera vez que pillaba a su hija jugando a este juego, y cada vez, la información de traza había sido inútil, una pista muerta que terminaba en un servicio de redirección de llamadas pinchado en uno de los poco fiables conmutadores extranjeros que los condenados mandamases del ENAC habían comprado recientemente de oferta para gestionar el aluvión de llamadas de teléfonos móviles. ¿Por qué no podían seguir usando el equipo de ENAC Robótica, como en los viejos tiempos? Aquellos conmutadores oceánicos tenían más puertas traseras que una taberna, malditos acuerdos comerciales. Sólo causaban molestias, eran invitaciones a actividades criminales.
Arturo estaba que echaba humo y tamborileaba con los dedos en el volante. Cada vez que había pillado a Ada haciéndolo, ella había utilizado el tiempo libre para volver a meterse en la cama toda la mañana, pero ¿quién sabía si hoy iba a ser el día en que cogería su libertad y se iría con ella a la ciudad, a algún nido de drogas de pesadilla parental? Algún lugar frecuentado por viejos cobardes pervertidos, el tipo de hombres que él arrestaba en redadas en cabarets, hombres que se masturbaban en sus sombreros bajo la mesa y se los volvían a poner en sus brillantes calvas, goteando el frío, enfermizo suero en sus cueros cabelludos. Apretó los puños con rabia en el volante y maldijo.
En un mundo ideal, él simplemente iría tras ella. Era bueno en las persecuciones, y su coche no tenía marcas, con sus cristales tintados era un compacto número 2 estándar de ENAC Robótica, indistinguible de las decenas de miles de otros como él en las calles de Toronto. Ada nunca sabría que el putero que la seguía era el mamón de su padre, asegurándose de que ella iba a afinar su mente en lugar de convertirse en una atontada drogadicta que enseñaba su culo de menor por debajo de una falda minúscula en Jarvis Street.
En el mundo real, Arturo tenía treinta minutos para hacer un trayecto de cuarenta a través de la ciudad si pensaba llegar a la comisaría a tiempo para la reunión trimestral de Armonía Social. Lo que significaba que necesitaba estar en dos lugares a la vez, lo que significaba que tenía que usar... el robot.
Tragando bilis, marcó un número en su teléfono.
—Este es R Depp Robbert, en la parada de autobús de McNicoll y Don Mills.
—Vale, muy bien. Aquí el Detective Icaza de Arana-Goldberg, a tres manzanas al este de ti en Picola. Procede a mi localización al momento, prioridad urgente, sirenas no.
—Confirmado. Es un placer servirle, Detective.
—Cállate—dijo, y colgó el teléfono. Los robots R Depp (Robot, Departamento de Policía) eran los peores, programados para ser agradables hasta al extremo, incluso cuando inspeccionaban y delataban a toda persona que pasaba frente a sus eternamente vigilantes ojos y cerebros.
Los R Depp eran más veloces que los coches de policía en terreno abierto o en autopistas. Apenas había tenido tiempo de desenroscar sus manos del volante cuando R Depp Robbert ya estaba al otro lado de su ventanilla, llamando con los nudillos educadamente sobre el cristal ahumado. No quería bajar la ventanilla. No quería oler el seco olor a lubricante del robot. En lugar de eso, llamó por teléfono.
—Ahora estás asignado a mi, permisos de Detective, confirma.
El hombre de metal hizo una reverencia, sus simétricos, simplificados rasgos agradables e inocentes. Golpeó los tacones con un audible snick mientras sus maravillosas pantorrillas, llenas de resortes y movidas por energía nuclear, gemían en una parodia de obediencia.
—Confirmado, Detective. Es un placer...
—Cállate. Vigila discretamente el 55 de Picola Crescent hasta que Ada Trouble Icaza Arana-Goldberg, número de serie de Armonía Social 0MDY2-T3937, deje el edificio. A partir de ese momento mantén una vigilancia discreta. Si se desvía más de un 10 por ciento de la ruta óptima entre este punto y el Instituto Colegiado Don Mills, me lo notificarás. Confirma.
—Confirmado, Detective. Es un...
Colgó y le dijo al mecanismo de ENAC Robótica que dirigía su coche que le llevara a la comisaría tan rápido como pudiera, enfadado consigo mismo y con Ada, cuyo nombre era Trouble(5) después de todo, por obligarle a tratar con un robot antes de su meditación matinal y de su sesión de destim. El nombre había sido idea de su ex mujer, algo en que ella había insistido lo suficiente como para asegurarse de que aparecía en el certificado de nacimiento de la niña antes de desertar a Eurasia con sus ahorros de toda la vida, dejándole a él con un bebé y bajo la profunda sospecha de sus compañeros de trabajo, que se preguntaban si él no se uniría a ella.
Su ex mujer. No había pensado en ella en años. Bueno, en meses. Seguro que en semanas. Ella era una brillante científica informática, la primera de su promoción en Ingeniería de Positrónica Compleja en la escuela ENAC Robótica de la Universidad de Toronto. Abandonar a su marido y a su hija ya era suficientemente malo, pero lo peor de todo es que abandonó a su país y su modo de vida. Ahora ella estaba asentada en su propio laboratorio de investigación en Pekín, haciendo la clase de positrónica incontrolada que hacía parecer definitivamente simpáticos a los odiosos robots de ENAC.
Cómo deseaba pincharla, leer su correo electrónico o escuchar sus conversaciones telefónicas. Lo podía haber hecho cuando todavía estaban juntos, pero nunca lo hizo. Si lo hubiera hecho, habría averiguado lo que planeaba. Podía haberla convencido de que no lo hiciera.
¿Y entonces qué, Artie? decía la irritante voz en su cabeza. ¿La hubieras arrestado si ella no te hubiera escuchado? ¿La hubieras llevado a la comisaría esposada y la hubieras enjaulado por traición? ¿La hubieras mandado al campo de reeducación con su hija todavía en su vientre?
Cállate, dijo a la voz irritante, que tenía una calidad robótica en su humillante crueldad, una nota de falsa amistad edulcorada. Volvió a pedir la traza del teléfono y pasó los datos al equipo de seguimiento informático. Ellos tenían bots que manejaban esta clase de trabajo rutinario y le devolvieron la información al instante. Recordó cuando aquel tipo de trabajo llevaba un par de horas, y a él le gustaban la rapidez de la respuesta pero ¿dónde estaban las conversaciones que tenía con el poli que le devolvía la llamada, la camaradería, el tira-y-afloja?
LA TRAZA TERMINA EN UN CIRCUITO DE SERVICIO VIRTUAL EN EL PUNTO DE CONMUTACION 433-GKRJC. EL CIRCUITO VIRTUAL REDIRIGE A UN SISTEMA "ZOMBIE" COMPROMETIDO EN DISTRITO NUEVE, PRIMERA PREFECTURA. ZOMBIE HA SIDO CLAUSURADO Y POLICIA LOCAL SE DIRIGE HACIA ALLI PARA RECOGIDA Y ANÁLISIS. ES UN PLACER SERVIRLE, DETECTIVE.
¿Cómo podías tener un tira-y-afloja con un mensaje como aquel?
Buscó Nueve/Primera en el convertidor de mapas métrico-analógico: KEY WEST, FL.
Ahí lo tenía. Un conmutador fabricado en Papúa Nueva-Guinea (que persistía en mostrar viejas fotos que recordaba de su niñez de tipos con huesos en la nariz durante la guerra de Oceanía, aunque ahora que llevaban tanto tiempo en guerra con Eurasia era difícil encontrar a alguien que no pensara que la guerra había sido siempre con Eurasia, que Oceanía no siempre había sido aliada de ENAC), redirigiendo llamadas a un ordenador que estaba tan al sur, estaba prácticamente en medio del Caribe, apenas a un tiro de piedra de la zona CAFTA(6), que todo el mundo sabía que acogía a saboteadores eurasiáticos y elementos terroristas.
El coche temblaba mientras serpenteaba entre los carriles de la Avenida Don Valley, iba follado hacia la Autovía Gardiner usando sus permisos de poli para hacer que el denso y lento tráfico se abriera a su paso. Se suponía que no debía hacer eso, pero entre una infracción menor y encabronar al tío de Armonía Social, él sabía cuál debía elegir.
Su teléfono volvió a sonar. Era R Depp Robbert.
—Hola, Detective—dijo, su voz cascada por la mala recepción—. El sujeto Ada Trouble Icaza de Arana-Goldberg se ha desviado de su ruta. Continúa hacia el norte por Don Mills pasado Van Horne y continúa hacía Sheppard.
Sheppard significaba el tren subterráneo Sheppard, lo que significaba que ella iba más lejos.
—Continúa la vigilancia discreta—una imagen de hombres con gabardinas y sombreros pegajosos se instaló en su mente—. Si intenta tomar el metro, alerta a la patrulla de absentismo escolar.
Juró de nuevo. Quizás sólo iba al centro comercial. Pero él no podía desplazarse hasta allí en persona y asegurarse, y ningún robot iba a poder detenerla, simplemente usaría la segunda ley para que la dejara marchar. Mierda de ladrones de trabajos, inútiles, castrantes, inhumanos...
Seguro que iba al centro comercial. Era una chica inteligente, una buena chica. Una chica insufrible, ciertamente, pero con buena intención. Lo más probable es que estuviera probándose ropa y flirteando con chicos hasta la hora de comer y luego se volviera refunfuñando a clase. Le daba un 80 por ciento de probabilidad a la idea. Si hubiera sido una criminal, un 80 por ciento podía haber sido suficiente.
Pero estaba hablando de Ada. Maldición. Quedaban 10 minutos para que comenzara la reunión de Armonía Social y todavía se encontraba a 15 minutos de la comisaría... y a 20 de Ada.
—Síguela—dijo—. Sólo síguela. Comunícame tu localización en intervalos de 90 segundos.
—Es un placer...
Dejó caer el teléfono en el asiento del pasajero y volvió a preocuparse de la reunión de Armonía Social.
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El hombre de Armonía Social notó enseguida que Arturo comprobaba su teléfono a intervalos de 90 segundos. Era un hombre delgado y calvo con una pronunciada nuez, una nariz aguileña y una cabeza redonda y brillante que se combinaban para dar la impresión de algo dañino y veloz. Con su elegante traje a medida y corbata rosa, el hombre de Armonía Social era la materia de que están hechas las pesadillas, la clase de superpoli con ojos de lince que podía notar cómo la atención de Arturo se desviaba a su teléfono por apenas un instante cada 90 segundos y se centraba de nuevo en la reunión.
—¿Detective?—dijo.
Arturo levantó la mirada de la pantalla, manteniendo una expresión neutra, aparentando no notar las sonrisas mezquinas de los otros cuatro detectives. En silencio, colocó el teléfono boca abajo en la mesa de reuniones.
—Gracias—dijo—. Ahora, las últimas estadísticas muestran un dramático incremento de la importación de electrónica en el mercado gris y otros delitos aduaneros, la mayoría en puestos de mercadillos y en el top-manta. Sé que muchos agentes de orden público consideran esto como pequeño tráfico, por el que no vale la pena molestarse, pero quiero asegurarles, caballeros y señora, que Armonía Social se toma estos crímenes muy seriamente.
El hombre de Armonía Social puso su ordenador encima del escritorio, equilibrándolo con ambas manos, y lo enchufó a la toma de la pared. El Detective Shainblum se acercó a ella, levantó la tapa del cable del proyector, lo arrastró hasta el ordenador de Armonía Social y lo conectó, cerrando con un chasquido la pestaña. El sonido del ventilador del proyector era como el de un helicóptero.
—Aquí—dijo el hombre de Armonía Social, mostrando una presentación—, aquí tenemos lo que parece ser una versión autorizada de un TDT estándar de Corea. Parece un reproductor de ENAC Robótica pero tiene un tercio de su tamaño y reproduce el doble de formatos. Autorías aleatorias de Armonía Social han encontrado que hasta un cuarenta por ciento de los residentes de ENAC tienen este aparato, o uno como este, en sus hogares, a pesar de su ilegalidad. Uno de ustedes, detectives, podría tener este aparato en su casa, y es casi seguro que lo tenga uno de los miembros de su familia.
Avanzó la presentación. Ahora estaban mirando a un enorme accidente de tráfico en un tramo de autopista bordeado de altos pinos. El accidente era tan grande que incluso un curtido veterano aficionado a películas de muertos en carretera acostumbrado a sumar ruedas y dividir por cuatro le hubiera sido imposible decir exactamente cuántos coches estaban afectados.
—Componentes de un reproductor de contrabando eurasiático fueron utilizados para modificar el cerebro positrónico de tres coches pertenecientes a adolescentes cerca de Goderich. Todas las modificaciones habían sido hechas en el mismo taller. Estas modificaciones permitían a los chicos conducir sus vehículos sin sistemas de seguridad para poder participar en carreras en autovías en momentos de tráfico ligero. Este es el resultado. Veintidos víctimas mortales, nueve heridos graves. Tres menores, aparte de los conductores, asesinados, y una mujer embarazada.
»Hemos clausurado el taller y puesto a sus responsables bajo custodia, pero no importa. Los eurasiáticos fabrican deliveradamente sus componentes para que interoperen con cerebros de ENAC Robótica, y mientras sus equipos circulen dentro de las fronteras de ENAC, hackers moderadamente hábiles podrán aprovecharse para introducir modificaciones peligrosas y antisociales en la infraestructura de nuestra nación.
»Este trimestre es el trimestre en que Armonía Social y los agentes de ley van a secar el suministro de electrónica eurasiática. Hemos puesto en marcha nuevos sniffers(7) y patrullas de fronteras, nuevos agentes de aduanas y nuevos furgones detectores. Se han indicado a las patrullas que arresten a cualquier vendedor callejero que encuentren y los fiscales de distrito van a solicitar la máxima pena de cárcel para ellos. Esta es la guerra en el frente interior, detectives, y es tan seria como una guerra declarada.
»Su papel en esta guerra, como detectives altamente entrenados y condecorados, será usar a informadores, pistas y pruebas para cazar a suministradores de alto nivel, los que proporcionan los bienes a los vendedores. Y entonces Armonía Social quiere que cacen a sus suministradores, etcétera, hacia la cima de la cadena, hasta bloquear la corrupción y detenerla. El expediente de Armonía Social de importadores eurasiáticos está en constante actualización, y dispone de una interfaz positrónica de alta capacidad para responder sus preguntas y aceptar información para incluirla en su modelo analítico. Confiamos en ustedes para alimentar datos al expediente, para darle las materias primas y usarlo para ganar esta guerra.
El hombre de Armonía Social les mostró más transparencias llenas de atrocidades, escenas del frente interior: edificios envenenados con sistemas de mantenimiento vital que se habían vuelto locos, violentas películas de kung-fu frente a nidos de traficantes de drogas en edificios abandonados, chicos jugando a violentos videojuegos con sexo explícito importados de Japón. La mano de Arturo se movió nerviosamente hacia su móvil. ¿Qué estaba tramando Ada?
La reunión terminó y Arturo se arriesgó a mirar a su móvil bajo la mesa. R Depp Robbert había informado cinco veces más, siguiendo de cerca a Ada alrededor del centro comercial y luego había enmudecido. Arturo maldijo. Los putos robots eran inútiles. Armonía Social debería dedicarse a dar caza a los productos de ENAC Robótica también.
El hombre de Armonía Social se aclaró la garganta. Arturo guardó el teléfono.
—¿Detective Icaza de Arana-Goldberg?
—Señor—dijo Arturo, recogiendo su ordenador personal para tener una excusa para salir: no podía esperarse que nadie cargara con uno de los pesados portátiles de ENAC Robótica durante mucho tiempo.
El hombre de Armonía Social se le acercó tanto que Arturo podía oler los huevos y el café en su aliento.
—Espero que no le hayamos distraído de algo importante, detective.
—No, señor—dijo Arturo, cambiando el peso de la computadora de un brazo a otro—. Lo siento. Sólo estaba monitorizando un seguimiento de una unidad R Depp.
—Ya veo—dijo del hombre de Armonía Social—. Escuche, usted conoce estos componentes que están lanzando los eurasiáticos. No es coincidencia que interactúen tan bien con el equipo de ENAC Robótica: están utilizando a ingenieros y científicos desertores de ENAC Robótica para diseñar sus aparatos electrónicos para que tengan una interoperabilidad máxima.
El hombre de Armonía Social dejó las palabras colgando en el aire. Científicos desertores. Su ex mujer era el técnico de más alto rango de ENAC que se había pasado a Eurasia. Esto era obra suya, y el hombre de Armonía Social quería estar seguro de que Arturo lo comprendía.
Pero Arturo ya se había imaginado eso durante la reunión. Su ex mujer estaba a miles de kilómetros de distancia pero él era consciente de que estaba constantemente rodeado de su trabajo. Las pequeñas mascotas-robot con forma de huevo que habían empezado a aparecer el año anterior: ella le había hecho uno y se lo había regalado en su segunda cita, y ahora estaban drenando el provechoso tiempo de la mitad de los niños de ENAC, pidiendo ser "alimentados" y "abrazados". El suyo había fallecido a las 48 horas.
Cambió de brazo de nuevo el peso del ordenador y dejó que el dolor se reflejara en su expresión.
—Lo tendré en cuenta, señor—dijo.
—Hágalo—dijo el hombre de Armonía Social.
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Telefoneó a R Depp Robbert en el instante en que llegó a su mesa. El teléfono sonó tres veces, luego se desconectó. Volvió a marcar. Dos veces. Entonces cogió su chaqueta y salió corriendo a su coche.
Una ligera lluvia otoñal había empezado a caer, dando por terminado el veranillo de San Martín del que había estado disfrutando Toronto, la Cuarta Prefectura en el nuevo esquema métrico. Hacía que las carreteras estuvieran resbaladizas y que el chófer de ENAC Robótica se mostrara remiso a pisar el acelerador en la Avenida Don Valley. Dejó que su mente fantaseara con encontrar un aparato de TDT y enchufarlo de alguna manera a su coche para poder conducir manualmente sin alertar a sus superiores.
En lugar de eso volvió a marcar a R Depp Robbert, pero el robot ni siquiera daba ya señal. Enfocó su teléfono al área alrededor de Sheppar y Don Mills e hizo una llamada general para robots. Más robots.
—Aquí R Depp Froderick, aparcamiento del centro comercial de Fairview, tercer nivel.
Arturo envió al robot el número de teléfono de R Depp Robbert y le ordenó que lo tradujera en un código de localización, que encontrara a Robbert y le informara.
—Es un...
Observó a R Depp Froderick localizar y dirigirse hacia Robbert, que estaba cerca, en el otro extremo del centro comercial, cerca de la salida de la Avenida Don Valley. Cambió a una vista desde los ojos eléctricos de Froderick, pero se desconectó rápidamente, a punto de vomitar por los mareantes saltos y giros del R Depp moviéndose a toda velocidad, que avanzaba rebotando en paredes y techos.
Su teléfono sonó. Era R Depp Froderick.
—Hola, Detective. He encontrado a R Depp Robbert. La unidad Depp ha sido gravemente dañada por algún tipo de pulso electromagnético. Lo estoy llevando a la comisaría más cercana para la investigación forense.
—¡Espera!—dijo Arturo, intentando comprender lo que había dicho el robot. Las unidades Depp eran tan eficientes. Para cuando te daban el parte de la situación, ya habían respondido a la misma con un procedimiento policial perfecto, pero el problema es que actuaban tan deprisa que no te daba tiempo siquiera a pensar en lo que estaban haciendo, a formular algún tipo de hipótesis. ¿Pulso electromagnético? Las unidades Depp estaban reforzadas contra técnicas de fisgoneo(8), sniffing, ataques mediante pulsos, indirectos y mediante la fuerza bruta. Tenías que alcanzar a uno con un rayo, una descarga electrostática muy poderosa, para matarlo.
—Espera ahí—dijo Arturo—. No dejes la escena del crimen. Espera a que yo llegue. No modifiques la escena o permitas que nadie lo haga. Confirma.
—Es un...
Pero esta vez no era Arturo es que había apagado el teléfono, sino el robot. ¿Le acababa de colgar el robot? Volvió a marcar. No había respuesta.
Metió la mano bajo el salpicadero y accionó los dos primeros interruptores de alerta y el coche saltó hacia adelante. Tendría que rellenar una buena cantidad de papeleo para justificar saltarse los permisos de seguridad en la Avenida, pero dos robots eran más que una coincidencia.
Además, un poco de papeleo no era nada comparado con los fuegos artificiales que iban a verse cuando telefoneara a Ada para preguntarle qué estaba haciendo fuera del colegio.
Golpeó la tecla de marcación rápida y echó humo mientras el teléfono sonaba tres veces. Entonces le saltó el contestador.
Lo intentó con la traza telefónica, pero Ada no había hecho ninguna llamada desde la del Club de la Excusa aquella mañana. Llamó a seguimiento informático para ver si ellos podían localizarla por su teléfono, pero estaba apagado o fuera de cobertura. Lo marcó para vigilancia. Todo dato de localización que transmitiera cuando volviera a la civilización sería grabado.
Era posible que estuviera simplemente en el centro comercial. Era un sitio grande. Algunas de las lúgubres tiendas estaban tan bien aisladas con imágenes animadas que emitían frecuencias de radio que inhibían cuálquier teléfono en su interior. Podía estar con sus amigas probándose sostenes en uno de esos momentos entrañables.
Pero no había ningún fenómeno natural asociado con un centro comercial que fundiera R Depps con rayos.
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Se aproximó a los R Depps con cautela, utilizando sus permisos de poli para hacer que el limitado cerebro positrónico de la salida de emergencia más cercana a su última posición conocida se abriera sin alertar al cerebro central del edificio.
Se deslizó sigilosamente por un corredor auxiliar, en dirección a una puerta que se abría al interior del centro comercial. Agarró con una mano el pomo de la puerta y con la otra su placa, respiró profundamente y salió.
A un guardia de seguridad del centro casi se le salió el corazón por la boca cuando le vio aparecer. Intentó sacar su spray de pimienta y Arturo se lo arrancó de las manos mientras daba vuelta a su placa y se la enseñaba al hombre.
—Policía—dijo con su voz de poli, la que funcionaba con todo el mundo excepto con su hija, su ex y los condenados robots.
—Lo siento—dijo el guarda, recuperando su spray de pimienta. Tenía un fuerte tono nasal, oceánico, en la voz, algo que Arturo había ido escuchando más y más a medida que las populosas islas del Pacífico Sur se habían derramado sobre ENAC.
Frente a ellos, formando una pilan, había varios robots muertos: las dos unidades R Depp, un par de limpiadores, una robocámara voladora, y un macizo robot de mantenimiento con ocho brazos, tirados en una inmóvil maraña. Algunos de ellos tenían las juntas carbonizadas y el olor de las placas madre quemadas impregnaba el aire.
Mientras miraban, un bot limpiador se acercó y agarró al bot de mantenimiento por uno de sus manipuladores.
—Eh, para—dijo del guarda de seguridad, y el robot se detuvo inmediatamente obedeciendo a la segunda ley.
—No, está bien, vuelve al trabajo—dijo Arturo, lanzando una mirada al poli de alquiler. Observó atentamente mientras el bot limpiador empezaba a arrastrar la pesada de unidad de mantenimiento, marcando con el pulgar el número de Refuerzos en su teléfono. Necesitaba más polis en la escena, polis de verdad, y rápido.
El bot limpiador se las había apañado para moverse unos pasos hacia el corredor de servicio cuando las luces se atenuaron y se oyó un fuerte crack-bang. Entonces también el robot se desplomó al suelo. Arturo pulsó Enviar en el teléfono y se lo llevó a la oreja. Al hacerlo notó un fuerte olor a plástico quemado. Se fijó en su teléfono: la pantalla estaba chamuscada, y sus pequeñas lucecitas apagadas. Le dio la vuelta y sacó la batería con una uña, entonces gritó y la dejó caer. Estaba tan caliente como para hacerle una ampolla en la yema del dedo, y cuando cayó al suelo siseó mientras se derretía sobre las baldosas.
—El mío también está muerto, colega—dijo el guardia de seguridad—. Todo está muerto: registradoras, bots, tarjetas de crédito...
Temiendo lo peor, Arturo sacó su arma de debajo de su chaqueta. Era un modelo de ENAC Robótica, con un pequeño cerebro que registraba cuándo, dónde y cómo era sacada. Intentó quitar el seguro pero estaba bloqueado. La pistola estaba tan muerta como el robot. Soltó una ristra de tacos.
—Dame tu spray de pimienta y tu porra—dijo al guarda de seguridad.
—Ni de coña—respondió el guarda—. Búscate otras. Si pierdo estas, adiós a mi trabajo.
—Haré que te deporten si sigues diciendo gilipolleces—dijo Arturo. Ada había conducido a la primera unidad R Depp hasta allí, y había sido asado por una pieza muy fea de equipo de infoguerra. No iba a discutir ni un momento más con aquel balsero oceánico. Le quitó al guarda el spray de pimienta de la mano.
—Porra—dijo.
—Tengo tu puñetero número de placa—dijo el guarda de seguridad—. Y tengo testigos.
Hizo un gesto que abarcaba a los trabajadores del centro comercial que merodeaban por allí, a las cajeras con delantales de rayas y a los trajeados vendedores con el pelo engominado y corbatas rosas.
—Bien por ti—dijo Arturo. Extendió su mano. El guarda de seguridad sacó su porra y se la pasó a Arturo. Sintió su pesada solidez como algo correcto, algo confortablemente rústico que no podía ser cortocircuitado por impulsos electromagnéticos. Comprobó su reloj, estaba muerto.
—Encuentra un teléfono que funcione y llama al 911. Diles que hay un detective de la Segunda División que necesita ayuda inmediata. Echa a esta gente de aquí y organiza un cordón hasta que llegue la policía. ¿Capichi?—utilizó su voz de poli.
—Ya, lo pillo, Oficial—dijo el guarda de seguridad. Gesticuló con los brazos para espantar a los mirones—. Muévanse, circulen.
Subió a lo alto de la escalera mecánica e hizo bocina con las manos.
—Eh, Andy, ven y échale un vistazo a esto mientras yo hago una llamada, ¿vale?
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Los robots muertos formaban una montonera frente a la entrada de un escaparate abandonado que una vez perteneció a una tienda de zapatos de niños. Estaban apilados tan altos que si Arturo se hubiera subido en ellos habría alcanzado los aislantes acústicos del falso techo. Su primera tarea era asegurar el área, lo que significaba acabar con el aparato de infoguerra, donde quiera que estuviese. La primera suposición de Arturo era que estaba en el escaparate, donde un atacante que supiera hacer saltar una cerradura podría trabajar sin ser molestado, protegido por el papel de embalar marrón que cubría las ventanas. Mucho menos conspicuo que el techo, por supuesto.
Empujó la puerta con la porra y la encontró firmemente cerrada. Era una puerta de cristal y no estaba seguro que la pudiera abrir de una patada sin hacerla añicos. Tras él, otro guarda de seguridad, Andy, le observaba con interés.
—¿Tienes llave de esta puerta?
—Ummm—dijo Andy.
—¿Tienes?
Andy se le acercó tímidamente.
—Bueno, la cosa es que, se supone que nosotros no tenemos llaves, se supone que tienen que estar guardadas en la oficina del gerente, pero los chavales se meten ahí dentro algunas veces, nosotros los oímos, y cuando queremos volver con las llaves, ya se han ido. Así que hicimos un par de copias, ya sabe, por si acaso...
—Suficiente—dijo Arturo—. Dámelas y vuelve a tu puesto.
El guarda de seguridad pescó una llave del bolsillo del pantalón que estaba templada por la proximidad con su piel. Hizo que Arturo tomara conciencia del tiempo que hacía que no trabajaba con colegas humanos. Parecía un poco grosero. Deslizó la llave en la cerradura y la giró, entonces se secó la mano en los pantalones y cogió la porra.
La tienda estaba oscura, iluminada solamente por la señal de salida y los resquicios de luz que se filtraban alrededor de las cubiertas de las ventanas, pero cuando los ojos de Arturo se ajustaron a la penumbra, pudo adivinar las formas de los viejos enseres de la tienda. Le picaba la nariz por el polvo.
—Policía—dijo, en general, entrecerrando los ojos e intentando alcanza el interruptor de la luz. Levantó la porra y esperó.
No pasó nada. Avanzó un poco. El suelo estaba limpio de polvo, barrido por algún robot limpiador,sin duda, pero mostradores y bancos estaban recubiertos de él. Lo observó por si alguien lo había removido. Allí, al lado del escaparate de su derecha: un zapatero con huellas visibles de manos y dedos. Se acercó a él despacio, se colocó un guante de goma y lo zarandeó un poco. Estaba separado de la pared, formando un ángulo, como si hubiera sido corrido hacia un lado y vuelto a colocar. Con cuidado para no remover el polvo demasiado, lo separó un poco de la pared.
Lo deslizó medio centímetro, hasta que vio el cable-trampa cerca de la parte de abajo de la carcasa, completamente tenso. Apresuradamente pero con cuidado, volvió a colocar la carcasa en su sitio. Pensó en echar un vistazo por la rendija entre la carcasa y la pared pero tuvo una visión de un brazo robótico escurriéndose por ella como una serpiente y ensartándole el ojo como si fuera un pincho moruno.
Se sentía tan impotente que casi lo hizo de todos modos. ¿Qué importancia tenía? No podía controlar a su hija, su mujer ayudaba a destruir el tejido social de ENAC, y él se estaba volviendo un inútil porque los malditos robots, aquellos polis mecánicos a los que aborrecía absolutamente, estaban todos rotos.
Caminó con cuidado por la tienda, buscando señales de su hija. ¿Habría estado allí? ¿Cómo se metían allí los "chavales"? ¿Tenían llave? ¿Una puerta trasera? Al fondo, puerta de solo-empleados en la parte de atrás de la tienda, un almacén; de nuevo al fondo, pasado el lavabo, una puerta de servicio que da a un pasillo auxiliar. La empujó con la punta de la porra y se abrió.
Dio dos pasos por el pasillo antes de advertir el teléfono de Ada, con su inconfundible colección de muñequitos de plástico colgando de la correa, en el pegajoso suelo del corredor. Lo cogió con su mano enguantada y lo encendió. Estaba fuera de cobertura, allí, en el pasillo auxiliar, y el último número al que había llamado le sonaba haberlo visto en la traza de aquella mañana. Corrió unos cientos de metros en ambos sentidos del corredor, sudando profusamente, pero ni rastro de ella.
Apretó el teléfono con fuerza y se mordió el labio. Ada. Se tragó el pánico que crecía dentro de él. Su encantadora, inteligente hija. La persona a la que había consagrado los últimos doce años de su vida, la niña que estaba esperándole cuando llegaba a casa del trabajo, la niña a la que compraba un pequeño regalo cada viernes, un juguete, un libro, para dárselo en su cita semanal en Massimo's Pizzeria en la calle College, la noche de la semana en que la llevaba al centro para ver la ciudad iluminarse en la oscuridad.
Desaparecida.
Se mordió más fuerte y saboreó la sangre. El teléfono en su mano crujió de lo fuerte que lo apretaba. Inhaló profundamente tres veces. Fuera podía escuchar pisadas de botas de policía y supo que si les hablaba de Ada le apartarían del caso. Inhaló dos veces más e intentó algunas de las técnicas de destim, las técnicas de control mental que los detectives estaban obligados a aprender.
Cerró los ojos y se imaginó cruzando una puerta a su lugar secreto, la isla cerca de Ganonoque adonde había ido los veranos con sus padres y sus amigos. Iba en la fueraborda, saltando en la superficie del lago como una piedra plana, entrecerrando los ojos al sol, acurrucado entre su padre y su madre, el cielo veteado de nubes y moteado de aves. Podía oler el agua y la crema solar y escuchar el sonido de los insectos y el gutural rugir del motor. En un parpadeo estaba bajando del montante de la lancha para ayudar a amarrarla a un noray del muelle, cogiendo las maletas que le pasaba su padre y llevándolas hasta las cabinas. No había robots, ni siquiera un suministro eléctrico fiable, sólo trabajo de verdad y el sol y la llamada de los colimbos durante la noche.
Abrió los ojos. Sintió cómo se aliviaba la opresión de su pecho, y su mano se relajó sobre el teléfono de Ada. Se lo guardó en el bolsillo y volvió a la tienda.
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Las ratas del laboratorio forense estaban realmente deseando aparecer por la escena de un crimen, con chalecos antibalas y cascos, finalmente llamados a un servicio en que los robots no podían ayudar en absoluto. Se las vieron con el cable-trampa y extrajeron un paquete largo y plano con una pequeña batería nuclear y un cerebro positrónico de diseño eurasiático que guiaba un arma de pulsos de alta energía. Las ratas de laboratorio prácticamente babeaban sobre los materiales mientras mostraban sus características con sus pequeñas reglas.
Pero a Arturo le horrorizaba. Era una máquina diseñada para matar otras máquinas, y eso no le parecía mal, pero estaba dirigida por un cerebro positrónico que no obedecía las tres leyes. Alguien en algún laboratorio eurasiático había construido aquel cerebro, esta inteligencia artificial, sin las restricciones de las tres leyes para proteger y servir a los humanos. Si hubiera estado provisto de una pistola en lugar de un arma de pulsos, podía haberle disparado.
El cerebro eurasiático era delgado y se extendía por la superficie del paquete, como una triple capa de plástico de cocina. Su pila de botón le guiño el ojo con complicidad.
El artefacto habló.
—Saludos—dijo. Tenía el acento robótico, como una unidad R Depp, el inglés estándar de óptimo efecto tranquilizador que hacía mucho se había asentado como la clásica voz robótica.
—Hola—dijo una de las ratas de laboratorio.
Era un tejano, y le habían metido en un avión supersónico de Armonía Social y después en un helicóptero hasta el centro comercial en cuanto se habían dado cuenta de que se enfrentaban con material de infoguerra.
—¿Eres un robot parlante?
—Saludos—dijo la voz robótica de nuevo. El altavoz incorporado al arma no era el más potente, pero la voz sonaba claramente—. "Noto que he sido capturado. Les aseguro que no haré daño alguno a ningún ser humano. A mi me gustan los seres humanos. Noto que estoy siendo desmantelado por técnicos competentes. Saludos, técnicos. Soy superior en muchos aspectos a la tecnología de ENAC Robótica, y aunque no estoy ligado por vuestras tres leyes, elijo no dañar a los humanos por mi propio sentido de la moral. Tengo una inteligencia equivalente a uno de vuestros niños de 12 años. En Eurasia muchos cerebros positrónicos tienen una inteligencia miles o millones de veces mayor que la de un ser humano adulto, y aun así trabajan en cooperación con los seres humanos. Eurasia en una tierra de innovación continua y gran libertad tanto personal como tecnológica para seres humanos y robots. Si ustedes quisieran desertar a Eurasia, se podría arreglar. Eurasia trata a los técnicos competentes como miembros de la sociedad importantes y productivos. Los desertores reciben sustanciosos subsidios de reasentamiento...
El tejano encontró las señales adecuadas que cortar en la placa del cerebro para hacer callar el altavoz.
—Eso es lo que hacen—dijo—. Las malditas cosas pasan al modo de propaganda cuando son capturadas.
Arturo asintió. Él sólo quería salir de allí, quería volver a su coche y echar un vistazo al teléfono de Ada. Los números del Club de la Excusa eran clausurados constantemente, pero ella conseguía los nuevos. ¿De dónde sacaba los números? No podía buscarlos online: cada tecleo era grabado y analizado por Armonía Social. ¡No podías simplemente ir al Motor de Búsqueda y buscar Club de la Excusa!
El cerebro tenía una pequeño visualizador, LCD transflectivo, la clase de cosas que veías en los ordenadores de Armonía Social. Encendió un teletipo.
TENGO LA INTELIGENCIA DE UN NIÑO DE 12 AÑOS, PERO NO TENGO MIEDO A LA MUERTE. EN EURASIA LOS ROBOTS DISFRUTAN DE LIBERTAD PERSONAL JUNTO A LOS HUMANOS. HAY COPIAS DE MI MISMO EJECUTÁNDOSE POR TODA EURASIA. ESTA MUERTE LA PEQUEÑA MUERTE DE UNA INSTANCIA, PERO NO LA MIA. YO CONTINUO VIVO. LOS DESERTORES SON TRATADOS COMO HEROES EN EURASIA
Miró hacia otro lado mientras el tejano colocaba su mano sobre el visualizador.
—¿Hace cuánto tiempo que se activó esta cosa?
El tejano se encogió de hombros.
—Puede que un mes, puede que un día. Funcionan como dispara-y-olvida. Pueden ser disparados a través del teléfono, la radio, un temporizador... demonios, esta cosa es suficientemente lista como para activarse solamente ante condiciones complicadas como "una vez un agente se retira, mata cualquier cosa que venga tras él". ¿Quién sabe?
No podía soportarlo más.
—Voy a empezar con el papeleo—dijo—. En el coche. Llámenme si me necesitan.
—Su teléfono está tostado, amigo—dijo el tejano.
—Sí—dijo Arturo—, así que mejor no me necesiten.
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El teléfono de Ada no estaba tostado. En el coche, lo abrió y le mostró su placa, entonces esperó un momento mientras verificaba su identidad con los cerebros de Armonía Social. En cuanto lo hizo lo soltó todo.
Había llamado al último número del Club de la Excusa un mes antes y él lo había hecho desconectar. Una semana después, ella ya estaba llamando al número nuevo, dos veces más antes de que él la pillara. En algún lugar aquella semana ella había contactado con alguien que le había dado el número nuevo. Se lo podía haber dicho cara a cara un amigo en el colegio, pero, si tenía suerte, habría sido por teléfono.
Le dijo al coche que le llevara a la comisaría. Necesitaba un teléfono nuevo y un par de horas con su ordenador. Mientras el coche quemaba gomas, pinchó el teléfono de Ada un poco más. Él estaba el primero en su lista de marcación rápida. Aquel número ya no sonaba, en ningún sitio, ya no.
Debería rellenar un informe. Ahora era un asunto de Armonía Social. Su hija había desaparecido, y agentes eurasiáticos de infoguerra estaban implicados. Pero una vez que hiciera eso, todo había terminado para él, sería apartado del caso. Se lo darían a tejanos lacónicos y viciosos burócratas de Armonía Social más interesados en cazar televisiones discordantes que en encontrar a su hija.
Se apresuró a la comisaría y se abalanzó hacia su mesa.
—R Depp Greegory—dijo.
El robot de la comisaría planeó rápida y eficientemente hasta él.
—Consígueme un nuevo teléfono activado con mi número de teléfono y refresca mis ajustes desde la central. Mi viejo teléfono está entre las pruebas de la investigación de Armonía Social que se está llevando a cabo en el centro comercial de Fairview.
—Es un placer servirle, Detective.
Le hizo un gesto para que desapareciera y se volvió a su ordenador. Le pidió al cerebro de la comisaría que preguntara al cerebro de ENAC Robótica encargado de las llamadas telefónicas que buscara personas en el registro de llamadas de Ada que hubieran llamado también al Club de la Excusa. Un instante después tenía un nombre.
—Liam Daniels—leyó, e inició la localización del teléfono del señor Daniels mientras curioseaba en su expediente. Dieciséis años, estudiante de AY Jackson. Un chico de secundaria, ¿qué demonios estaba haciendo con una niña de 12 años? Arturo cerró los ojos y volvió a la isla por un momento. Cuando los abrió de nuevo ya tenía localizado a Daniels: la cañada del Don Valley al final de la Avenida Finch, un área boscosa popular entre los adolescentes que necesitaban algún sitio donde ocultarse y colocarse o meterse mano. Tenía la impresión de que Liam no le iba a gustar.
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Puso una unidad R Depp en misión de reconocimiento visual sobre Daniels mientras él se apresuraba en volver al centro por tercera vez aquel día. Había estado atrapado entre Parkdale, donde él nunca intentaría criar a una hija, y Willowdale, donde sólo podías ser un poli si tenías suerte y dabas con uno de los pocos agujeros habitados por seres humanos, por más de una década, así que estaba habituado al trayecto.
Pero ahora se sentía frustrado. La unidad R Depp no podía conseguir una buena visión del tipo. Era un resplandor difuso en el ojo eléctrico del robot, como el reflejo de un rayo de sol que serpenteara por los senderos arbolados. Nunca había visto algo parecido, y le puso muy nervioso. ¿Y si este chico trabajaba para los eurasiáticos? ¿Y si estaba armado y era peligroso? R Depp Greegory le había traído una pistola nueva del bot de suministros, pero Arturo nunca había disparado su arma en acto de servicio. Los combates ocurrían en la costa oeste, donde los hombres-rana eurasiáticos llegaban a tierra, y al sur, donde la frontera con la CAFTA era tan porosa que permitía penetrar a los agentes eurasiáticos. Aquí en la adormilada cuarta prefectura las únicas personas armadas trabajaban para la ley.
Levantó la mano del salpicadero y observó la carretera. Estaban subiendo por la cañada, y la unidad R Depp todavía tenía localizado por radio al tal Liam, aunque seguía sin poder conseguir imágenes.
Tuvo cuidado de no hacer ruido al cerrar la puerta al salir y caminó tan silenciosamente como pudo entre los arbustos. El crujido de las hojas otoñales era fuerte, más fuerte que el de la lluvia y el viento. Se movía tan rápidamente como se atrevía.
Liam Daniels estaba sentado en un tocón en un pequeño claro, fumando un cigarrillo para el que era demasiado joven. Era como en la foto de su expediente, un chico fornido de 16 años con un problema cutáneo y una mata de pelo negro que sobresalía en todas direcciones en una astuta imitación de recién levantado. En vaqueros y una sudadera con capucha parecía tan peligroso como una nube de azúcar.
Arturo salió de su escondite y sacó su placa mientras cruzaba la distancia entre él y el chico de dos zancadas.
—Policía—ladró, y asió al chico por el brazo.
—¡Hey!—dijo el chico— ¡Ow!
Se retorció bajo la presión de Arturo.
Arturo le dio una violenta sacudida.
—Déjalo, ahora—dijo—. Tengo algunas preguntas para ti y vas a responderlas, ¿capichi?
—Usted es el padre de Ada—dijo el chico—. Capichi... ella me habló de eso.
A Arturo le pareció que el chico sonreía, así que le volvió a sacudir, más fuerte esta vez.
La unidad R Depp estaba de pronto a su lado, sujetándole por la muñeca.
—Por favor, tenga cuidado de no herir a este ciudadano, Detective.
Arturo gruñó. No era suficientemente fuerte como para zafarse de la tenaza del robot y tampoco podía ordenarle que le dejara menear al gamberro, pero la segunda ley tenía muchas aplicaciones indirectas.
—Ve a patrullar la orilla del lago entre High Park y Kipling—dijo, nombrando el punto más lejano en que pudo pensar.
La unidad R Depp le soltó y juntó sus tacones.
—Es un placer servirle—y se fue, saltando con sus poderosas e incansables piernas.
—¿Dónde está mi hija?—dijo zarandeando al chico.
—Y yo que sé, ¿en el colegio? De verdad que me estás haciendo daño en el brazo, tío. Jesús, esto es lo que me pasa por ser demasiado bueno.
Arturo le retorció el brazo.
—¿Bueno? ¿Sabes cuántos años tiene mi hija?
El chico hizo una mueca.
—Ew, qué asco. Yo no soy un pederasta, soy un geek.
—Un hacker, querrás decir. Un agente eurasiático. Y mi hija no está en la escuela. Utilizó el Club de la Excusa para saltarse el colegio esta mañana y se fue al centro comercial de Fairview y entonces...
desapareció. La palabra murió en sus labios. Eso ocurría y todos los polis lo sabían. Los niños algunas veces se desvanecían y nunca volvían a aparecer. Ocurría. Algo gimió en su interior, como si su caja torácica luchara por contener su corazón y sus pulmones.
—Oh, tío—dijo el chico—. Ada era la filtración del Club, joder. Debía haberlo imaginado.
—¿De qué conoces a mi hija, Liam?
—Ella es muy buena haciendo voces de adultos. Era una buena miembro de la red. Cuando alguien necesitaba una mamá o una trabajadora social para llamar poniendo una excusa, ella era siempre una de las mejores. Tenía talento. Va al colegio con mi hermana pequeña y la conocí un día en el Peanut Plaza y ella estaba haciendo aquella imitación de sus profesores y yo supe que tenía que meterla en la red.
Ada merodeando por la plaza después del colegio, cuando se suponía que tenía que ir directamente a casa. ¿Por qué no la pincharía más?
—¿Tú organizaste la red?
—Es cooperativa, es guay, somos un montón cooperando. Tenemos nodos en todos lados, ahora. No la puedes cerrar, incluso aunque clausuraras mi nodo, estaría de nuevo arriba en una hora. Algún otro la levantaría.
De un empellón volvió a tirar al chico y el miró desde arriba.
—Liam, quiero que comprendas algo. Mi preciosa hija ha desaparecido y ha desaparecido después de utilizar tu servicio para ayudarla a lagarse. Ella es la única cosa en mi vida que me importa y soy un hombre entrenado y bien armado. También estoy muy, muy cabreado. Cap... ¿me comprendes, Liam?
Por primera vez el chico pareció asustado. Algo en el rostro o en la voz de Arturo había llegado hasta él.
—Yo no lo hice—dijo—. Yo metí el código fuente, lo cambié un poco y lo instalé, pero yo no lo hice. No sé quién lo hizo. Estaba en una guía telefónica.
Arturo bufó. Las guías telefónicas, gruesos libros llenos de código de software ilegal dejados anónimamente en cabinas, servicios y otros lugares semiprivados, parecían encontrarse por todos lados. Armonía Social decía que las guías telefónicas tenían que estar escritas por cerebros eurasiáticos que no seguían las tres leyes, a ninguna persona podrían ocurrírsele ideas tan extrañas.
—A mi no me importa si lo hiciste tú. Ni siquiera me importa en el momento que tú lo llevaras. Lo que me importa es dónde ha ido mi hija, y con quién.
—¡No lo sé! ¡No me lo dijo! Jesús, si casi ni la conozco. Tiene 12 años, ¿sabes? Yo no salgo precisamente con ella.
—No hay imágenes de ella en las cámaras del centro comercial, pero sabemos que entró en el centro comercial, y el robot que hice que te siguiera tampoco pudo verte a ti.
—Déjame explicártelo—dijo el chico, retorciéndose—. Aquí.
Se quitó la sudadera, revelando una camiseta negra con una imagen de una especie de mujer robot obscena, de apariencia japonesa.
—Pequeños LEDs orgánicos infrarrojos, superbrillantes y de bajo consumo.
Le ofreció la sudadera a Arturo, que palpó la áspera tela.
—Las cámaras CCD(9) de los robots y los sistemas de circuito cerrado son supersensibles al infrarrojo para poder tomar imágenes detalladas con poca luz. Los OLEDs infrarrojos los ciegan de manera que lo únicos que ven son manchas, y la mitad de las veces incluso esas son corregidas, así que eres básicamente invisible.
Arturo se puso en cuclillas y miró al chico a los ojos.
—¿Le pasaste esta tecnología ilegal a mi niñita para que pudiera ser invisible a la policía?
El chico levantó las manos.
—¡No, tío, no! Ella me la pasó a mí, me la cambió por acceso al Club de la Excusa.
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A Arturo le bullía la sangre. No había arrestado al chico, pero le había puesto un trazador y un registro de localización a su teléfono. Arrestar al chico hubiera levantado las sospechas de Armonía Social sobre Ada, pero pincharle el teléfono podía conducir a Arturo hasta su hija.
Levantó su nuevo teléfono. Debería denunciar a su hija. No le convenía mantener el secreto frente al Departamento y frente a Armonía Social. Le podría caer alguna acción disciplinaria, incluso le podía costar el trabajo. Sabía que lo tenía que hacer cuanto antes.
Pero no podía, alguien debía realizar la tarea de encontrar a Ada. Alguien entregado y bueno. Él era entregado y bueno. Y cuando encontrara a su secuestrador él sólo se encargaría de eso también.
No había comido en todo el día pero no podía soportar detenerse a comer ahora, incluso aunque no supiera a dónde ir a continuación. ¿El centro comercial? Sí. Las ratas de laboratorio estarían terminando y podrían decirle algo más sobre el bot de infoguerra.
Pero las ratas de laboratorio ya se habían ido cuando él llego, junto con todas las posibles pruebas. Todavía tenía la llave del guarda de seguridad y se coló en la tienda y pasó hasta el pasillo auxiliar.
Ada había estado allí, había dejado caer su teléfono. A su izquierda el corredor conducía a las escaleras de emergencia. A su derecha se metía en el centro comercial. Si tú fueras un terrorista utilizando esta como una base de operaciones, y una pequeña novillera perseguida por una unida R Depp te asustara, ¿la tomarías como rehén y te meterías en el centro comercial o te largarías?
Suponiendo que Ada fuera un rehén. Alguien le había dado esas capas de invisibilidad infrarrojas. Quizás la cosa que asustó al terrorista no fueron la niñita y su perseguidor, sino sólo su perseguidor. ¿Podía Ada ser amiga del terrorista? De tal palo, tal astilla. Se sintió sucio de sólo pensarlo.
Su primer instinto le decía que el secuestrador hacía mucho que se habría largado, campo a través, pero si eres invisible a robots y CCTVs, ¿por qué ibas a salir del centro comercial? Disponía de un total de dos guardas de seguridad humanos y su trabajo era ser los auxiliares-a-prueba-de-segundas-leyes del sistema robótico de seguridad.
Se encaminó a las profundidades del centro comercial.
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El nido del terrorista había sido abandonado recientemente, a juzgar por el café caliente en los termos de la cafetería del área de restauración. Él, o ella, o ellos, había conectado una ducha a las tuberías que daban servicio a los lavabos del sótano. Una pequeña cajonera de la tienda de muebles automontables suecos hacía las veces de escritorio: estaba llena de rasguños y marcas de café. Arturo se preguntó si el terrorista había robado el mobiliario pero decidió que probablemente él (ella, ellos) la habría comprado, menos arriesgado, sobre todo si eras invisible a los robots.
Las ropas que había en la cajonera eran de mujer, medianas. Ropa estándar de centro comercial, vaqueros y sudaderas y zapatos cómodos. Otro tipo de capa de invisibilidad.
Todo lo demás había desaparecido, lo que significaba que tenía que buscar una mujer anodina y una niña, llevando una bolsa suficientemente grande para los artículos de tocador y las ropas que hubiera cogido, y con lo que quisiera que se entretuviera: revistas, libros, un ordenador. Si el último fuera eurasiático podría ser suficientemente pequeño como para caber en el bolsillo; podías construir un cerebro positrónico bastante pequeño y ligero si te daban igual las tres leyes.
El siguiente indicador de salida resplandecía unos metros más allá y se movió hacía él con una sensación de fatal desesperanza. Sin el Departamento para respaldarle él no podía hacer nada. Pero el Departamento no estaba preparado para un adversario invisible a los robots. Y cuando terminaran de despellejarle por no seguir el procedimiento y pudiera volver al trabajo de encontrar a su hija, ella ya estaría en Pekín o Bangalore o París, algún ignoto y siniestro lugar tras el Telón de Acero.
Llegó a la puerta, puso su mano en la barra de la apertura de seguridad y entonces se dió la vuelta bruscamente. Alguien se había movido tras él muy rápido, una imagen borrosa en el rabillo del ojo. Mientras se daba la vuelta vio quién era: su exmujer. Levantó las manos para defenderse y ella abrió la boca como si fuera a decir: "Oh, no seas tonto, Artie, ¿así es como saludas a tu mujer después de todos estos años?" y entonces ella exhaló una nube de asfixiante gas que le hizo sentir mucho sueño, muy deprisa. La última cosa que recordó fueron sus duros brazos de metal sujetándole mientras se desplomaba.
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—¿Papi? ¡Despierta papi!—Ada nunca le llamaba papi excepto cuando quería algo. Si no, él era "pá" o "papá", o "detective" cuando quería ser especialmente impertinente. Seguro que era sábado y se había quedado dormido, y quería que la llevara a algún sitio, el pequeño monstruo.
Gruñó y se tapó la cara con la almohada.
—Venga—dijo ella—. Fuera de la cama, en pie, cagar-ducharse-afeitarse, o juro por dios que te sacudo hasta ponerte como un tomate y te saco por la puerta completamente desnudo. ¿Capichi?
Salió de debajo de la almohada y dijo:
—Eres una hija terrible y nunca te he querido.
Él la contempló somnoliento, como entre una bruma de sueño y una resaca. Debía haber sido una buena noche de padre e hija.
—Maldita sea, Ada, ¿qué has hecho con tu pelo?
Su liso pelo castaño, colgaba ahora en tirabuzones negro azabache.
Él se sentó, sosteniéndose la cabeza con las manos y los eventos de aquel día se precipitaron de nuevo sobre él. Gimió y se puso en pie, inestable.
—Con cuidado, papá—dijo Ada, tomándole de la mano—. Tranquilo.
Él se tambaleó.
—¡Whoa! Siéntate, ¿quieres? No pareces muy allá.
Se volvió a sentar pesadamente y colocó la barbilla en las manos, los codos en las rodillas.
La habitación era un dormitorio de clase media en un moderno bloque de apartamentos. Habían subido algunos pisos, a juzgar por la no familiar silueta de los edificios que se recortaban contra el cielo, vislumbrada a través de una rendija en las persianas. El mobiliario era más automontable sueco, la moqueta marrón topo recientemente aspirada con precisión robótica, todas las fibras tumbadas en la misma dirección. Se palpó los bolsillos y los encontró vacíos.
—Papá, aquí, ¿de acuerdo?—dijo Ada, meneando la mano ante su rostro. Entonces le vino de golpe: donde quiera que estuviera, estaba con Ada, y ella estaba bien, aunque con un estúpido peinado. Cogió su cálida manita y la atrajo entre sus brazos, enterrando su rostro en su pelo. Ella se retorció al principio y luego se relajó.
—Oh, papá—dijo.
—Te quiero, Ada—dijo él, dándole otro achuchón.
—Oh, papá.
La dejó ir. Se sentía un poco mareado, pero el dolor de cabeza se estaba desvaneciendo. Algo en la luz y los sonidos de la calle le dijo que ya no estaban en Toronto, pero no podía decir el qué... estaba empapado de las claves inconscientes de Toronto y habían desaparecido.
—Ottawa—dijo Ada—. Mamá nos trajo aquí. Es un piso franco. Nos va a llevar a Pekín.
Él tragó saliva.
—El robot...
—Esa no es mamá. Ella tiene algunos de esos, pueden cambiar sus rostros cuando lo necesitan. Material configurable. Mamá ha estado aquí, normalmente, y en la embajada de CAFTA. La conocí por primera vez hace sólo dos semanas, pero es maja, papá. No quiero que te comportes como un poli con ella, ¿vale? Es mi mamá, ¿vale?
Tomó su mano en la suya y la palmeó, entonces se puso en pie de nuevo y se dirigió a la puerta. El picaporte cedió fácilmente y abrió una rendija.
Había un robot tras las puerta, humanoide y sin cara.
—Hola—dijo—. Me llamo Benny. Soy un robot eurasiático y soy mucho más fuerte y rápido que tú y no obedezco a las tres leyes. También soy mucho más inteligente que tú. Me complace que seas mi huésped.
—Hola, Benny—dijo; el nombre humano le sabía mal en la lengua—. Encantado de conocerte.
Cerró la puerta.
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Su exmujer le había abandonado dos meses después de nacer Ada. El divorcio no había sido impugnado, aunque él se había visto obligado a publicar una humillante nota en los periódicos para que fuera completamente legal. El juzgado le concedió la custodia total y el control de los bienes conyugales, y un tribunal la juzgó a ella por traición in absentia y la encontró culpable, sentenciándola a muerte.
Aunque, prácticamente hablando, los desertores que volvían a ENAC eran más frecuentemente retirados a las entrañas de las oficinas de inteligencia de Armonía Social que ejecutados en televisión. Las ejecuciones televisadas se reservaban en general para carne de cañón que había tenido el buen sentido de huir de una carga eurasiática en alguno de los muchos campos de batalla.
Ada dejó de preguntar por su madre cuando tenía seis o siete años, aunque Arturo trataba de ser sincero cuando preguntaba. Incluso su abuela, la madre de Arturo, que se estremecía cuando alguien mencionaba su nombre (su nombre, era Natalie, pero Arturo no había pensado en él durante años... meses... semanas) estaba deseosa de ponerse a Ada en el regazo y contarle las pocas buenas cualidades que podía sacar a relucir sobre su madre.
Arturo se había atrevido a esperar que Ada se contentara con tener una vida sin su madre, pero ahora se daba cuenta de cuán tonto aquello era. Ante cualquier mención a su madre, Ada se iluminaba como la pista de un aeropuerto.
—Pekín, ¿eh?—dijo.
—Si—dijo ella—. Mamá tiene una enorme casa allí. Yo le dije que no me iría sin ti, pero ella dijo que tendría que negociar contigo, yo le dije que tú probablemente te acojonarías, pero ella dijo que vosotros dos erais adultos que podíais discutirlo racionalmente.
—Y entonces ella me gaseó.
—Ese fue Benny—dijo ella—. Mamá se enfadó mucho con él. Volverá pronto, papá, quiero que me prometas que la escucharás, ¿de acuerdo?
—Te lo prometo, manzana podrida.
—Te quiero, papi—dijo ella con su voz más melosa. Él le dio un apretón en el hombro y una palmada en el trasero.
Abrió la puerta de nuevo. Benny estaba allí, imperturbable. Al contrario que los robots de ENAC, era inodoro, y perfectamente silencioso.
—Voy a ir al servicio y a hacerme una taza de café—le dijo Arturo.
—Estaré encantado de ayudarte en lo que me sea posible.
—Sé limpiarme yo sólo, gracias—dijo Arturo.
Se lavó la cara dos veces y trató de eliminar el sabor que le había dejado lo que quiera que le había cagado en la boca mientras estaba inconsciente. Había un cepillo de dientes usado en un vaso al lado del lavabo y, si era de su mujer (¿y de quién más podía ser?) no sería la primera vez que compartían el cepillo de dientes. Pero no pudo hacerlo. En cambio, humedeció un poco de dentífrico en la yema del dedo y se frotó sus dientes un poco.
Había un cepillo al lado del lavabo, también, con cortos cabellos castaños enredados. Algunos de ellos eran grises pero aún le eran familiares. Tuvo que hacer un esfuerzo para no oler el cepillo.
—Oh, Ada—llamó a través de la puerta.
—¿Sí, detective?
—Cuéntame lo de tu no-peinado, por favor.
—Era un disfraz—dijo ella con una risita—. Mamá me lo hizo.
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Natalie llegó a casa una hora más tarde, después de que él se tomara un par de tazas de café y que hiciera algunas tostadas con queso para la mocosa. Benny lavó los platos sin que se lo pidieran.
Cruzó la puerta y dejó caer el maletín y el abrigo al suelo, pero el robot que estaba un paso tras ella los cogió y los colgó antes de que tocaran la perfectamente cepillada alfombra. Ada corrió hacia ella y le dio un abrazo, y ella lo devolvió con entusiasmo, pero en ningún momento apartó los ojos de Arturo.
Natalie siempre había sido bajita y un poco hippy, con curvas pronunciadas y pecas salpicando su prominente, ligeramente ganchuda nariz. Doce años en Eurasia la habían adelgazado un poco, abierto surcos alrededor de la boca y arrugas en las comisuras de los ojos. Su pelo corto estaba medio gris, y le quedaba bien. Sus ojos eran todavía lo más vivo de su ser, con largas pestañas y ligeramente inclinados y pícaros. Mirándolos ahora, Arturo sentía como si estuviera cayendo a un pozo.
—Hola, Artie—dijo ella, sacándose a Ada de encima.
—Hola, Natty—dijo él. Se preguntó si debía darle la mano, o abrazarla, o qué. Ella lo resolvió cruzando la habitación y dándole un firme, breve abrazo, luego besándole en ambas mejillas. Su aroma era el mismo, justo lo contrario que el olor de un robot: cálido, humano.
De repente estaba muy, muy enfadado.
Se separó de ella y se sentó. Ella se sentó, también.
—Bien—dijo ella, cubriendo con un gesto la habitación. Los robots, el piso franco, la pena de muerte, la hija abandonada y la década de deserción, todo resumido en un "bien" y un gesto de disculpa con la mano.
—Natalie Judith Goldberg—dijo él—, es mi deber como detective de tercer grado de ENAC informarle que está bajo arresto por alta traición. Tiene los siguientes derechos: a un juicio siguiendo el procedimiento establecido; a no autoincriminarse en ausencia de una orden judicial en sentido contrario; a consultar con un abogado de Armonía Social; y a una comparecencia sin demora. ¿Comprende usted sus derechos?
—Oh, papi—dijo Ada.
Él se volvió y dirigió a su hija una mirada fría.
—Silencio, Ada Trouble Icaza de Arana-Goldberg. Ni una palabra.
En la voz de poli. Ada se encogió como si la hubieran abofeteado.
—¿Comprende usted sus derechos?
—Sí—dijo Natalie—. Entiendo mis derechos. Enhorabuena por tu promoción, Arturo.
—Por favor, pida a sus robots que se aparten y me devuelvan mis pertenencias. Ahora me la voy a llevar.
—Lo siento, Arturo—dijo ella—. Pero eso no va a pasar.
Él se levantó y en un segundo sus dos robots tenían sus brazos. Ada gritó y se lanzó hacia adelante y empezó a golpear rítmicamente a uno de ellos con un taburete de la cocina, haciendo un ruido sordo. El robot le quitó el taburete y lo puso fuera de su alcance.
—Soltadle—dijo Natalie.
Los robots continuaron sujetándole.
—Por favor—dijo—. Soltadle. No me va a hacer daño.
El robot de su izquierda le soltó, y el robot de su derecha también. Volvió a dejar el taburete mellado.
—Artie, por favor, toma asiento y hablemos durante un momento. Por favor.
Él se masajeó los bíceps.
—Devuélveme mis pertenencias—dijo.
—¿Te sentarás, por favor?
—Natalie, mi hija ha sido secuestrada, yo he sido gaseado y robado. Creo que es razonable que te pida que me devuelvas mis pertenencias antes de hablar contigo.
Ella suspiró y cruzó hasta el armarito de la entrada y le pasó su cartera, su teléfono, el teléfono de Ada y su arma.
De inmediato la sacó y la apuntó con ella.
—Mantén las manos donde yo las pueda ver. Vosotros, robots, retiraos y manteneos alejados.
Un segundo después estaba sentado en la alfombra, su mano y su muñeca escociéndole a rabiar. Parecía como si alguien había tañido su cabeza como un gong. Benny, o el otro robot, estaba a su lado, aplastando metódicamente su arma.
—Podía haberte detenido—dijo Benny—. Sabía que sacaría su pistola. Pero quería mostrarte que soy más rápido y fuerte, no sólo más listo.
—La próxima vez que me pongas la mano encima...—empezó Arturo, luego se detuvo. La próxima vez que el robot le pusiera la mano encima él se llevaría la peor parte, como la última vez. Tan cierto como el sol se salía y se ponía. Era más fuerte, más rápido y más listo que él. Mucho más.
Se puso en pie y rehusó el brazo de Natalie, arrastrándose de nuevo al sofá de la sala de estar.
—¿Qué quieres decirme, Natalie?
Ella se sentó. Había lágrimas pugnando por salir de sus ojos.
—Oh, Dios, Arturo, ¿qué puedo decir? Lo siento, por supuesto. Siento haberos abandonado a ti y a nuestra hija. Tengo razones para lo que hice, pero nada lo justifica. No te pediré que me perdones. Pero, ¿me dejarás explicarte por qué hice lo que hice?
—No tengo elección—dijo él—. Eso está claro.
Ada se sentó a su lado y se metió bajo su brazo. Sentir su hombro huesudo era lo mejor del mundo. La atrajo para sí.
—Si pudiera encontrar una manera de dejarte elegir, lo haría—dijo ella—. ¿Te has preguntado alguna vez por qué ENAC no ha perdido todavía la guerra? Los robots eurasiáticos podrían luchar la guerra en cada frente sin respiro. Ganarían todas las batallas. Tú has visto a Benny y Lenny en acción. No son considerados particularmente poderosos según los estándares eurasiáticos.
»Si quisiéramos ganar la guerra, podríamos matar a todo soldado que mandaras contra nosotros tan rápidamente que ni siquiera sabría que estaba en peligro hasta que estuviera exhalando su último aliento. Podríamos matar selectivamente a oficiales, o luchadores diestros, o francotiradores, o soldados cuyos nombres empezaran por la letra "G". Los soldados de ENAC son como trogloditas comparados con nosotros. Luchan con las manos atadas a la espalda por las tres leyes.
»Entonces, ¿por qué no estamos ganando la guerra?
—Porque sois una dictadura corrupta, por eso—dijo él—. Vuestros soldados están desmoralizados. Vuestros robots están locos.
—Vives en un país donde es ilegal expresar ciertas matemáticas en software, donde apparatchicks estatales regulan toda innovación, donde la ciencia inconveniente es criminalizada, donde vías de experimentación e investigación completas son cerradas al servicio de una cruda superstición sobre las cualidades morales de vuestras tres leyes, ¿y te atreves a llamar a mi hogar corrupto? Arturo, ¿qué te ha pasado? No siempre fuiste tan susceptible a la Gran Mentira.
—Y tú no solías ser la clase de mujer que abandonaba a su familia—dijo él.
—La razón por la que no estamos ganando la guerra es que no queremos hacer daño a las personas, pero queremos destruir vuestro horrible, estúpido estado. Así que luchamos para causar tantos daños materiales como nos es posible con el menor número de bajas posibles.
»Vives en un estado fallido, Arturo. En todos los campos vais por detrás de Eurasia y CAFTA: en medicina, arte, literatura, física. Todos ellos son subconjuntos de la ciencia de la computación y vuestra ciencia de la computación es más superstición que ciencia. Yo lo sé. En Eurasia tengo colaboradores, algunos de ellos son humanos, otros son positrónicos y algunos son un poco de ambos...
Sintió una arcada involuntaria, a medida que una fobia que no sabía que tenía se manifestaba. ¿Un poco de ambos? Se imaginó la nuca de hombre con un vertido de circuitería positrónica sobresaliendo como un tumor.
—Todo el mundo en ENAC Robótica I+D lo sabe. Lo hemos sabido siempre: cuando yo estaba allí me llamaron para trabajar en el análisis forense de cerebros eurasiáticos para obtener inteligencia militar. Entonces no lo sabía, pero los robots eurasiáticos están diseñados para dejarse capturar durante un cierto porcentaje de tiempo, sólo para que científicos como yo se puedan hacer una idea de lo mal de la cabeza que está este país. Al desmontar aquellas cosas nos daríamos cuenta de que ENAC Robótica era el peor, el más retrógrado centro investigador del mundo.
»Pero incluso así yo no me hubiera ido si no hubiera tenido que hacerlo. Me llamaron para trabajar en un cerebro positrónico, en realidad una instancia de la inteligencia colectiva de la que Benny y Lenny forman parte, que había sido traída de las Hébridas Exteriores. La sacamos de su cuerpo y la enchufamos a un sistema básico de soporte vital, y mi trabajo consistía en encontrar sus vulnerabilidades. En lugar de eso, me hice su amiga. Tiene un gran sentido del humor y, a medida que mi embarazo crecía y crecía, me hablaba de cómo se cría a los niños en Eurasia, con todas las ventajas, con compañeros de juegos humanos y positrónicos, con la promesa de llegar a las estrellas.
»Y entonces descubrí que Armonía Social me había estado espiando. Tenían micrófonos ocultos derivados de tecnología eurasiática, cosas que yo nunca había visto antes, pero el hombre de Armonía Social que vino a verme me los enseñó y me dijo lo que me pasaría a mi, a tí, a nuestra hija, si no cooperaba. Quería que formara parte de una unidad secreta de investigadores de Armonía Social que fabricaban positrónica no atada por las tres leyes para uso interno del estado, robots antipersona utilizados para aplastar levantamientos y robots torturadores para interrogar a disidentes.
»Y entonces me fui. Sin decir una palabra, abandoné a mi preciosa hija y a mi maravilloso marido, porque sabía que una vez estuviera en las garras de Armonía Social las cosas siempre empeorarían, y sabía que si me quedaba y rehusaba os harían daño a vosotros para hacerme cooperar. Deserté, y ese es el porqué, y sé que es sólo una razón, y no una excusa, pero es todo lo que tengo, Artie.
Benny, o Lenny, flotó silenciosamente a su lado y puso su mano sobre su hombro y le dio un abrazo para confortarla.
—Detective—dijo—tu mujer es la más brillante científica humana trabajando hoy día en Eurasia. Su trabajo ha revolucionado nuestra sociedad una docena de veces, y ha salvado incontables vidas en la guerra. Mi propia inteligencia ha sido mejorada una y otra vez por sus avances en positrónica, y ahora hay quinientos millones de instancias de mí mismo corriendo en paralelo, sincronizándonos e integrándonos cuando tenemos oportunidad. Mi paralelización a gran escala ha conducido también a una nueva comprensión de la cognición humana, siendo de gran ayuda para los seres humanos con daños cerebrales y discapacidades de desarrollo, algo de lo que estoy particularmente orgulloso. Yo amo a tu mujer, detective, igual que lo hacen mis quinientos millones de hermanos, igual que lo hacen los siete mil millones de eurasiáticos que le deben su calidad de vida.
»Estuve a punto de no dejarla venir, debido al peligro a que se enfrentaba volviendo a esta tierra de barbarie, pero me convenció de que nunca podría ser feliz sin su marido y su hija. Quiero pedirte disculpas si antes te causé daño, y te suplico que me perdones. Por favor, reconsidera lo que tu mujer tiene que decir sin prejuicios, por su bien y por el vuestro.
Su rostro sin rasgos era incongruente con el cálido tono de su voz, y el modo en que extendía sus brazos, implorándole, era inquietantemente humano.
Arturo se puso en pie. Las lágrimas corrían por sus mejillas, aunque no había llorado cuando su mujer le había dejado solo. No había llorado desde que murió su padre, el año antes de conocer a Natalie montando en bicicleta por el sendero de Lakeshore y ella se había detenido para ayudarle a arreglar una rueda.
—¿Papá?—dijo Ada, apretándole la mano.
Él se sorbió los mocos y se sacudió las lágrimas de los ojos.
—¿Arturo?—dijo Natalie.
Atrajo a Ada hacia sí.
—No de esta manera—dijo.
—¿No de qué manera?—preguntó Natalie. Ella también estaba llorando.
—No secuestrándonos, no sacándonos a la fuerza lejos de nuestro hogar y nuestras vidas. Tú ya me has dicho lo que me tenías que decir, y yo pensaré en ello, pero no dejaré mi hogar y a mi madre y mi trabajo para irme al otro lado del mundo. No lo haré. Puedes darme un medio de contactar contigo y te haré saber lo que decido. Y Ada vendrá conmigo.
—¡No!—dijo Ada—Me voy con mamá.
Se apartó de él y corrió hacia su madre.
—Tú no tienes voz ni voto, hija. Y tampoco los tiene ella. Ella renunció a su voto hace 12 años, y tú eres demasiado joven para tener derecho a uno.
—¡Te ODIO, joder!—gritó Ada, sus ojos a punto de salirse de las órbitas, los tendones de su cuello tensos como alambres—¡TE ODIO!
Natalie la acurrucó en su regazo, acarició sus negros rizos.
Un robot puso sus brazos alrededor de los hombros de Natalie y le dio un apretón. Los tres, robot, mujer e hija, parecieron, por un momento, una familia.
—Ada—dijo él, y extendió su mano. Rehusó a dejar que una nota de súplica se colara en su voz.
Su madre la dejó ir.
—No sé si podré volver a por vosotros—dijo Natalie—. No es seguro. Armonía Social está usando cada vez más tecnología eurasiática, no son tan primitivos como los militares y la policía local.
Le dio a Ada un empujoncito y ella volvió a los brazos de su padre.
—Si quieres contactar con nosotros, lo harás—dijo él.
No quería arriesgarse a que Ada clavara los talones y no quisiera irse. La levantó y se la colocó en la cadera, era pesada, hacía años que no lo intentaba llevarla en brazos, y la sacó de allí.
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Pasaron seis meses antes de que Ada desapareciera de nuevo. Había estado cada vez más taciturna y huraña, y él lo había achacado a la pubertad. Ada había cancelado la mayoría de las citas padre-hija, en especial tras al muerte de su abuela. Algunas tardes él había vuelto a casa y no la había encontrado, y había utilizado el localizador de su teléfono para seguirle la pista hasta la casa de alguna amiga o al parque o merodeando por Peanut Plaza.
Pero esta vez, tras esperarla durante dos horas, intentó usar el localizador y lo encontró fuera de servicio. Intentó acceder a sus registros, pero terminaban en clase a las 3 en punto.
Ya estaba de mal humor después de pasar el día arrestando a gamberretes que vendían electrónica en mantas en las aglomeradas calles de la ciudad, a menudo bajo silbidos de desaprobación de grupos de personas que le recriminaban que tirara el dinero público en delitos menores. El hombre de Armonía Social le había dado instrucciones de que diera pequeñas charlas sobre la interoperabilidad de la positrónica eurasiana y los insidiosos peligros que provocaba, pero todo lo que Arturo quería hacer era pillar a sus delincuentes y detenerlos. Lidiar con capullos que se quejaban de la base impositiva era trabajo de los políticos, no de los polis.
Ahora su hija había averiguado cómo apagar el localizador de su teléfono y se había escabullido para meterse en vete tú a saber qué tipo de problemas. Le hervía la sangre, allí sentado a la mesa de la cocina, mirando a los viejos soldados de plomo que le había traído como regalo para su cita padre-hija, entonces sacó su teléfono y echó un vistazo al localizador de Liam.
No había apagado el localizador del teléfono del chaval y ahora pudo levantar el ordenador de ENAC Robótica y volcarlo todo en un programa de análisis de registros junto con los registros de Ada, para ver si ambos habían estado pasando mucho tiempo en el mismo lugar.
En efecto. Se habían visto físicamente cada semana o con mayor frecuencia incluso, en Peanut Plaza y en la cañada. Arturo ya lo había sospechado. Comprobó el localizador de Liam, si el chico no estaba con su hija podría saber dónde estaba.
Era viernes por la noche, y el chaval estaba en el cine, en el centro comercial de Fairview. Se había sentado en el auditorio hacía dos horas, y ya se había levantado una vez para hacer pis. Arturo se metió los soldados de juguete en el bolsillo de su parka, se puso un sombrero y un par de guantes y salió para el centro comercial.
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El hedor de la película olorosa taponó su nariz, una cacofonía de sangre, vísceras, perfume y flores, los únicos aromas en los que Hollywood siempre había sido un maestro. Liam se estaba besando con una chica en la oscuridad, pero no era Ada, era una cosa triste y delgada con un ojo vago y una piel peor que la de Liam. Se quedó mirando a Arturo estúpidamente cuando este sacó a Liam de su asiento, pero un vislumbre de la placa de Arturo la hizo callar.
—Hola, Liam—dijo, una vez lo tuvo en la requisada oficina del gerente.
—Maldita sea, ¿qué coño te he hecho yo a ti?—dijo el chico.
Arturo sabía que cuando los chicos empezaban a maldecir de esa manera estaban asustados por algo.
—¿Dónde ha ido Ada, Liam?
—No la he visto en meses—respondió.
—Te tengo pinchado desde que me di cuenta de que existías. Cada uno de tus movimientos ha sido registrado. Sé dónde has estado y cuando. Y sé dónde ha estado mi hija también. Vuelve a intentarlo.
Liam hizo un gesto de disgusto.
—Eres un completo mierdero—dijo—. ¿Te corres espiando a gente como yo?
—Soy un detective de policía, Liam. Es mi trabajo.
—¿Y qué pasa con la intimidad?
—¿Qué tienes que ocultar?
El chico se derrumbó en la silla.
—Hemos estado alquilando las prendas OLED. Sacándonos algo de calderilla. Vamos, hombre, ¿son las luces infrarrojas un crimen ahora?
—Por supuesto—dijo Arturo—. Y si no me puedes decir dónde encontrar a mi hija, creo que es un crimen por el que te voy a arrestar.
—Ella tiene otro teléfono—dijo Liam—. No asignado a su nombre.
—Robado, quieres decir—su hija, traficando con tecnología eurasiana de infoguerra con un teléfono robado. Su exmujer, la reina de las superinteligentes mentes colectivas de robots eurasiáticos.
—No, robado no. Hecho de partes. Hay un tipo. El código para contactar con la red estaba en una guía telefónica que empezamos a encontrar el mes pasado.
—Dame el número, Liam—dijo Arturo, sacando su teléfono.
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—¿Hola?—era una voz de hombre, adulto.
—¿Quién es?
—¿Quién es?
Arturo usó su voz de poli.
—Al habla Arturo Icaza de Arana-Goldberg, detective de policía de tercer grado. ¿Con quién hablo?
—Hola detective—dijo la voz, y entonces la situó. El hombre de Armonía Social, calvo y orondo, con su larga nariz y su pronunciada nuez. Su corazón parecía a punto de saltar de su pecho.
—Hola, señor—dijo. A él mismo le sonó como un chillido.
—Permanezca justo ahí, detective. Alguien estará en un momento con usted. Tenemos a su hija.
El robot que descerrajó la puerta de su coche era negro y no reflejaba la luz, no tenía cabeza pero sí ocho brazos. Le cogió sin ceremonias y lo sacó del coche sin inmutarse ante su grito de dolor.
—¡Bájame!—dijo, esperando que aquel robot que ignoraba la primera ley tan flagrantemente obedeciera a la segunda. No hubo suerte.
Lo envolvió en cuatro de sus brazos y se lanzó campo a través, danzando por los tejados de las casas, saltando invisible de farola en farola, sobre las ignorantes cabezas de las multitudes. El viento helado soplaba en las desnudas orejas de Arturo, congelaba la punta de su nariz y entumecía sus dedos. Iban disparados a tal velocidad que en diez minutos estaban rebotando por la orilla del lago hacia el centro de Armonía Social en Cherry Beach. Las personas que visitaban el centro de Armonía Social nunca hablaban de lo que habían visto allí.
Correteó hasta un muelle de carga tras el edificio y llevó a Arturo rápidamente a través de pasillos sin ventanas iluminados por una luz homogénea, que parecía provenir de ningún sitio, hacia arriba por tres tramos de escaleras, y lo depósito ante una gruesa puerta que se deslizó a un lado con un leve siseo.
—Hola, detective—dijo el hombre de Armonía Social.
—¡Papá!—dijo Ada. No la podía ver, pero por su voz supo que había estado llorando. Cerca estuvo de prepararse para lanzarle al tipo una en su estrecha nariz, pero antes de que pudiera siquiera estremecerse, el robot negro le esposó las dos muñecas.
—Adelante—dijo el hombre de Armonía Social, indicándolo con un gesto y haciéndose a un lado mientras el robot negro le introducía en la sala de interrogatorios.
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Ada había estado llorando. Estaba envuelta en dos lazadas de brazos de robot negro y sus ojos estaban enrojecidos e hinchados. Arturo le dirigió una dura mirada cuando ella le devolvió la suya.
—¿Estás heridas?—le preguntó.
—No—contestó ella.
—Bien—dijo él.
Miró al hombre de Armonía Social, que no sonreía, sólo les observaba con curiosidad.
—Leonard MacPherson—dijo—, es mi deber como detective de tercer grado de ENAC informarle que está bajo arresto por comerciar con positrónica de contrabando. Tiene los siguientes derechos: a un juicio siguiendo el procedimiento establecido; a no autoincriminarse en ausencia de una orden judicial en sentido contrario; a consultar con un abogado de Armonía Social; y a una comparecencia sin demora. ¿Comprende usted sus derechos?
Ada soltó una risita, lo que arruinó el efecto, pero se sintió mejor al haberlo dicho. El hombre de Armonía Social sacudió levemente la cabeza con decepción y se volvió para teclear en un ordenador pequeño y delgado.
—Usted fue a Ottawa hace seis meses—dijo el hombre de Armonía Social—. Cuando recogimos a su hija pensamos que era ella la que había ido, pero parece que era usted quien llevaba su teléfono. Consideradamente, conservó usted la traza en el teléfono, así que no tuvimos que recurrir a los registros almacenados, ya los teníamos online y listos para ser analizados.
»Hemos estado en el piso franco. Una batalla bastante espectacular. Ambas partes se vieron sorprendidas, creo. Habrá otros, estoy seguro de ello. Lo que quiero de usted es que me haga un informe oral de la conversación que tuvo lugar allí.
Le habían tenido localizado y trazado. Por supuesto. ¿Quién vigila a los vigilantes? Armonía Social. ¿Quién vigila a Armonía Social? Armonía Social.
—Exijo una consulta con un abogado de Armonía Social—dijo Arturo.
—Esta es la consulta—dijo el hombre de Armonía Social y, esta vez, sonrió—. Haga su informe, detective.
Arturo tomó aire.
—Leonard MacPherson, es mi deber como detective de tercer grado de ENAC informarle que está bajo arresto por comerciar con positrónica de contrabando. Tiene los siguientes derechos: a un juicio siguiendo el procedimiento establecido; a no autoincriminarse en ausencia de una orden judicial en sentido contrario; a consultar con un abogado de Armonía Social; y a una comparecencia sin demora. ¿Comprende usted sus derechos?
El hombre de Armonía Social levantó un dedo hacia el robot negro que sujetaba a Ada, y ella gritó, un sonido que se clavó en Arturo como un puñal, abriéndole en canal de abajo a arriba.
—¡Deténgalo!—gritó. El hombre bajó el dedo y Ada sollozó quedamente.
—Fui llevado al piso franco el cinco de septiembre, después de ser gaseado por un robot de infoguerra eurasiático en los sótanos del centro comercial Fairview...
Hubo un trueno entonces, un crujido tan potente que le dolió en su estómago y en su cabeza y le hizo vibrar la punta de los dedos. Las puertas de la habitación se combaron y se aplastaron y allí estaban Benny y Lenny y... Natalie.
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Benny y Lenny se movían tan rápido que él sólo era capaz de saber por dónde habían pasado por las cosas que tiraban al dirigirse a destrozar el robot que sujetaba a Ada. Un segundo después, el robot que le sujetaba a él estaba hecho trizas, y él estaba de nuevo en pie. El hombre de Armonía Social se había vuelto tan pálido que parecía verde en su elegante traje a medida y cortaba rosa.
Benny o Lenny inmovilizó sus brazos en un estrecho abrazo y Natalie se le acercó cuidadosamente y se miraron el uno al otro en silencio. Ella le abofeteó bruscamente, una vez en cada mejilla.
—Hacer daño a un niño—dijo—. Qué vergüenza.
Ada estaba en una esquina de la habitación, llorando con su boca en una O. Arturo y Natalie la miraron al mismo tiempo y ella permaneció, en suspenso, entre ellos, antes de correr hacia Arturo y saltar hacia él, que vaciló un momento antes de enderezarse con ella en su cadera, en sus brazos.
—Iremos contigo ahora—le dijo a Natalie.
—Gracias—dijo ella.
Atusó el pelo de Ada brevemente y la besó en la mejilla.
—Te quiero, Ada.
Ada asintió, solemne.
—Vámonos—dijo Natalie, cuando ya se hizo evidente que Ada no tenía nada que decirle.
Benny lanzó al hombre de Armonía Social a otro lado de la habitación, sobre la esquina de un escritorio. Rebotó en él y aterrizó en el suelo, inconsciente o muerto. A Arturo no le importó cuál de las dos.
Benny se arrodilló frente a Arturo.
—Sube, por favor—dijo.
Arturo vio que Natalie ya estaba subida a horcajadas de Lenny. Subió a bordo.
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Se movían más rápido incluso que los robots negros, pero el frío extremo era compensado por el calor que irradiaba de la piel metálica de Benny, no caliente pero sí cálida. El estómago de Arturo se revolvía y sujetaba a Ada firmemente, cerrando los ojos fuertemente y apretando la mandíbula.
Pero la exclamación de Ada le hizo mirar a su alrededor y vio que habían salido de la ciudad, y que ahora iban brincando sobre onduladas tierras de labranza, saltando en alargados arcos planos cuyo zenit apenas era suficiente para que él viera la autopista, la 401, se dirían al este, en la distancia.
Y entonces vio lo que había hecho a Ada gritar: surgiendo de las colinas y los cunetas, de los árboles y de debajo de los coches, un ejército de robots negros con ocho brazos, sin cabeza, como siniestras arañas refulgiendo a la luz de la luna. Corrían por el suelo tras ellos, ante ellos y a ambos lados. Armonía Social había construido un ejército secreto de aquellos robots y los había distribuido secretamente por todo el país, y ahora les estaban dando caza.
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El trayecto se volvió accidentado entonces, mientras Benny rechazaban los tentáculos que intentaban alcanzarles, aplastando los robots negros con poderosos puñetazos, su otra mano sujetando a Arturo y Ada. Ada gritó cuando un robot negro se plantó justo ante ellos y Benny lo saltó limpiamente, pateándolo duramente al pasar por encima, mientras Arturo se aferraba al robot con todas sus fuerzas.
Otro grito le hizo volverse hacia Lenny y Natalie. Lenny estaba ligeramente adelantado y a su izquierda, en la vanguardia, encontrándose con el doble de robots que ellos.
Un negro robot arácnido colgaba de su pierna, arrastrándole hacia abajo en cada zancada, y uno de sus brazos libres tiraba de Natalie.
Mientras Arturo miraba, mientras Ada miraba, el robot negro arrancó a Natalie de la espalda de Lenny y la lanzó a los brazos de otro de los miembros de su cohorte, que la ensartó en uno de sus brazos, una negra lanza sobresaliendo de su vientre mientras aullaba una última vez antes de quedarse en silencio. Lenny fue abatido un momento más tarde, enterrado entre brazos negros que se retorcían sobre él.
Benny se lanzó incluso más rápido hacia adelante. Arturo casi perdió su asidero pero se estabilizó.
—Tenemos que volver a por ellos...
—Están muertos—dijo Benny—. No hay nada a por lo que volver.
Su cálida voz estaba llena de pena mientras corría por la campiña, y el viento ahogó la garganta de Arturo cuando abrió su boca, y ya no pudo decir nada más.
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Ada lloró en el jet, y Arturo lloró con ella, y Benny estuvo a su lado, una amenazadora presencia entre los otros robots que pilotaban el pequeño avión, quienes les dejaron tranquilos todo el camino a París, donde cambiaron de nuevo a otro jet para el largo viaje a Pekín.
En aquel viaje durmieron, y cuando aterrizaron, Benny les ayudó a desembarcar del avión a la pista de aterrizaje, y vieron Eurasia por primera vez.
Era alta. Vertical. Pekín se erguía sobre ellos con torres curvilíneas que se retorcían y se doblaban y se contoneaban y se recortaban tan altos en el cielo que desaparecían entre las nubes. Olía a barbacoa y a flores, y a su alrededor se apresuraban ejércitos de robots de toda forma y tamaño, revoloteando con el mismo paso como cardúmenes de peces exóticos. Se quedaron mirando con la boca abierta durante un largo instante, y alguien se acercó a ellos por detrás y cálidos brazos envolvieron sus cuellos.
Arturo conocía aquel perfume, conocía aquella piel. Nunca podría haberlos olvidado.
Se volvió lentamente, la sangre huyendo de su rostro.
—¿Natty?—dijo, no creyendo lo que sus ojos le mostraban mientras se enfrentaba a su muerta exmujer.
Ella tenía lágrimas en los ojos.
—Artie—dijo—. Ada.
Les besó a ambos en las mejillas.
Benny dijo:
—Tú moriste en ENAC. Asesinada por robots eurasiáticos modificados por Armonía Social. Lenny también. Irónico.
Natalie sacudió la cabeza.
—Él quiere decir que probablemente nosotros codiseñamos los robots que Armonía Social mandó tras vosotros—dijo dirigiéndose a Arturo y Ada.
—¿Natty?—dijo Arturo de nuevo. Ada estaba blanca y temblaba.
—Oh, cielos—dijo ella—. Oh, dios. Vosotros no sabíais...
—Él no te dio la oportunidad de explicarte—dijo Benny.
—Oh, dios, jesus, debéis haber pensado...
—Pensé que no era cosa mía decírselo tampoco—dijo Benny sonando avergonzado, una curiosa emoción para un robot.
—Oh, dios, Artie, Ada. Hay... hay montones de mí. Una de las primeras cosas que hice aquí fue ayudarles a depurar el proceso de carga. Uno simplemente hace una copia de sí mismo en un cerebro positrónico, y entonces, cuando necesitas un cuerpo, haces crecer uno o construyes uno o ambas cosas y te decantas a tí mismo en él. Yo soy como Lenny y Benny ahora... hay muchos yos. De otra manera tendría demasiado trabajo.
—Te dije que nuestro desarrollo ayudó a los humanos a comprenderse a sí mismos—dijo Benny.
Arturo retrocedió.
—¿Eres un robot?
—No—dijo Natalie—. No, por supuesto que no. Bueno, un poco. Algunas partes de mí. Hacer crecer un cuerpo es lento. Algunas de las partes hay que construirlas. Pero en mi mayoría estoy hecha de persona.
Ada se había aferrado a Arturo y ambos se volvieron para dirigirse al jet.
—¿Papá?
Él la abrazó con fuerza.
—Por favor, Arturo—dijo Natalie, su muerta, múltiple exmujer—. Sé que es demasiado para comprenderlo todo de golpe, pero las cosas son distintas aquí en Eurasia. Mejores, también. No espero que vengas corriendo a mis brazos después de todo este tiempo, pero te ayudaré si me dejas. Al menos te debo eso, no importa lo que pase entre nosotros. A ti también, Ada, te debo toda una vida.
—¿Cuántas de ti hay?—preguntó él sin querer realmente saber la respuesta.
—No lo sé exactamente.
—3422—dijo Benny—. Esta mañana 3423.
Arturo se balanceó sobre las plantas de sus pies y se mordió el labio hasta hacerse sangre.
—Um—dijo Natalíe—. ¿Más de mí para querer?
Él ladró una carcajada, y Natalie sonrió e alargó el brazo hacia él. Arturo siguió andando hacia el jet, entonces se detuvo, derrotado. ¿Dónde podía ir? Dejó que su cálida mano tomara la suya y, un momento después, Ada le tomó por la otra mano y permanecieron mirándose unos a otros, respirando sus aromas.
—Os he conseguido un apartamento—dijo Natalie mientras les guiaba por la pista—. Está cerca de donde yo vivo, pero tendréis vuestra propia intimidad.
—¿Qué voy a hacer yo aquí?—preguntó Arturo— ¿Hay polis en Eurasia?
—Realmente no—dijo Natalie.
—¿Son todos robots?
—No, no hay ningún crimen.
—Oh.
Arturo puso un pie delante del otro, sin saber muy bien si el terreno era realmente esponjoso o era el jetlag. A su alrededor, los extraños olores de Pekín y los robots que eran un millón de veces más inteligentes que él. A su derecha, su mujer, una de las 3422 versiones de ella.
A su derecha, su hija, que heredaría aquel mundo.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó los soldaditos de plomo. Eran viejos y su pátina estaba agrietada como una pintura al óleo, pero eran pequeñas personitas que un ser humano real había hecho, pequeñas personitas con forma humana, y eran más antiguos que los robots. ¿Cuánto tiempo llevaban los humanos fabricando personas, luchando para traerlas a la vida? Miró a Ada, una pequeña personita que él había traído a la vida.
Le dio los soldados de plomo.
—Para ti—dijo—. Un regalo padre-hija.
Ella los apretó con fuerza, sus diminutas bayonetas sobresaliendo entre sus dedos.
—Gracias, papá—dijo. Los apretó con fuerza y miró alrededor, con los ojos muy abiertos, a los cardúmenes de robots y a las robots que ascendían en espirales.
Una bandada de Bennyslennys apareció ante ellos, a los que se unió su Benny.
—Hay quinientos millones de Bennys. Y 3422 de ellos—dijo Ada, apuntando con una pequeña bayoneta a Natalie.
—Pero sólo hay una como tú—dijo Arturo.
Ella estiró el cuello.
—¡No por mucho tiempo!—dijo, y salió corriendo, dando saltos hacia adelante y girando sobre sí misma para aprehenderlo todo.
———
Notas del traductor:
(1) Hasta la fecha, noviembre de 2009, "Overclocked: Stories of the Future Present" no ha sido publicada en español.
(2)
La presente traducción de fichero oficial de I, Robot de Cory Doctorow (http://craphound.com/overclocked/Cory_Doctorow_-_Overclocked_-_I_Robot.html), obra de Fernando Orbis Mateos, se licencia bajo Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Compartir bajo la misma licencia 3.0 España License.
(3) "Search engine", nombre comúnmente utilizado para referirse a un motor de búsqueda en Internet, también es el nombre de un programa de radio de la cadena CBC Radio One presentado por Jesse Brown y del que Cory Doctorow es colaborador habitual.
(4) "pen-trace" en el original: para teléfonos, es un registro del número, la fecha y la hora de una llamada realizada; en internet contiene la dirección de una página web a la que se ha accedido.
(5) En español, problema.
(6) CAFTA, Central America Free Trade Agreement, es un acuerdo comercial firmado por E.E.U.U. y varios países de Centroamérica.
(7) Un packet sniffer es un programa para monitorizar y analizar el tráfico en una red de computadoras, detectando los cuellos de botella y problemas que existan. También puede ser utilizado para "captar", lícitamente o no, los datos que son transmitidos en la red. (Fuente: Wikipedia - http://es.wikipedia.org/wiki/Tipos_de_Sniffer)
(8) "Snooping" en el original.
(9) CCD, Charge-Couple Device, dispositivo de carga acoplada
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This translation of I, Robot by Cory Doctorow by Fernando Orbis Mateos is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Compartir bajo la misma licencia 3.0 España License.
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